• Por Augusto dos Santos
  • Director periodístico, Grupo Nación

“Los jóvenes matan a los viejos que no quieren ser”. La expresión durísima corresponde a la obra de Adolfo Bioy Casares, un escritor fundamental del siglo pasado en la Argentina. El libro lleva como nombre el título del comentario: “El diario de la guerra del cerdo” y su lectura puede ayudar en estos días a la reflexión que va mas allá de la urgencia y nos incita a mirar el futuro, el legado que deja nuestra generación a hijos y nietos que estarán poblando lo que quede del espacio vital planetario.

Bioy Casares escribe esta obra a los 55 años y coincidentemente describe la historia de Isidoro Morel, un jubilado de tal edad que transita esa delicada cornisa entre la adultez y la tercera edad. En su trama se describe la confrontación de odio sordo que existe entre jóvenes y viejos y de cómo la juventud tiende a cobrarse una suerte de venganza contra el futurible de su propia imagen en el espejo, por ello la emblemática frase con la que empezamos este comentario.

Parado, en mi caso, en un par de años más que el jubilado, pero antes de la adultez mayor, percibo cómo la obra del Premio Cervantes 1990 es inquietantemente profética sobre un debate que por la falta de tiempo a la que imponen siempre las urgencias no tuvimos tiempo de dialogar, en todas estas semanas, desde que, como una nube negra que envuelve los caseríos (un efecto clásico con el que los filmes de los 40/50 resolvían el advenimiento de las pestes bíblicas a las vecindades), el coronavirus llegó a cambiarnos el eje de nuestra existencia social.

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Se trata de cómo en el discurso de los medios de comunicación y de varios líderes mundiales importantes se ha aludido a “los viejos”, condenados en esta coyuntura desde una perspectiva que no se compadece con las reservas de humanismo que creíamos haber aprendido en los años que venimos tomando el mate con esto que llaman civilización.

Nadie, en ningún diario del mundo, en todas estas semanas tuvo tiempo de escribir que los viejitos, que imputan como condenados de esta nueva razia del virus apocalíptico, nacieron más o menos entre los 40 y 50, y fueron ellos, y no otros, los que desarrollaron toda la inmensa tecnología que permitió el prodigioso avance que en materia astronómica, física, química, informática, transporte, cultura, etc., etc., ha sido la base de lo que hoy llamamos el milagro del posmodernismo.

Con mucho buen criterio hay muy buena letra clamando por evitar cualquier forma de apartheid contra el mundo oriental desde donde parece haber surgido el enfermo 0, tal como hubo mucho esfuerzo para combatir y desalojar parcialmente la discriminación contra el mundo gay tras el nacimiento de la epidemia del sida. Pero nadie escribió nada sobre cómo arrecia la semántica y la semiótica que intenta normalizar la hecatombe de la ancianidad.

Nadie escribe nada para decir a tales generaciones que lo siente mucho, por lo menos. Lo más cariñoso que escriben los maestros de la literatura periodística son contenidos que giran a lo sumo en relación con la idea-fuerza: “Guardemos a los viejos”. Nadie está pensando que ellos necesitan afecto creativo, abrazos poéticos, memoria orgullosa, ahora.

Estoy seguro que si mi abuelo vivía, estaría mucho más preocupado sobre mi suerte y la suerte de mis hijos que sobre su suerte misma. No alcancé los sesenta años aún, pero me pasa exactamente igual.

Que la interpelación del libro de Bioy Casares, obra que estaría cumpliendo, justamente, 77 años, nos inspire a los dueños de la literatura periodística y a otras expresiones de la cultura a volcarnos un poco más en algo que se parezca a un homenaje, algo que tenga más palabras y más optimismo que la breve crónica lapidaria.

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