Pocas veces, un acontecimiento deportivo es elevado a la categoría de un editorial en los medios de comunicación. Sin embargo, se trata de un acto cultural que no debe ser menospreciado como un fenómeno reservado al vulgo, a las masas.
Como un hecho meramente marginal circunscrito a los sectores exclusivamente populares de la sociedad. Al contrario, su penetración es transversal, traspasando todos los estratos o capas constitutivas de la misma. Uno de los métodos para la validación científica es la observación constante, que nos permite verificar la repetición invariable de algunos comportamientos humanos.
En ese sentido, la celebración multitudinaria por la reciente clasificación de nuestro país para la Copa Mundial de Fútbol de la FIFA, a celebrarse en 2026, en la sede tripartida de Estados Unidos, México y Canadá, corrobora plenamente la afirmación que antecede.
Ocurrió lo mismo con todas las victorias de Paraguay en anteriores torneos similares, especialmente en aquel apoteósico paso a los cuartos de final durante el Mundial de Fútbol de Sudáfrica, en 2010. Y, también, en esta última etapa de las eliminatorias sudamericanas con los resonantes triunfos sobre nuestros vecinos Argentina y Brasil. Aunque algunos intelectuales de cafetín o quienes creen habitar en cúpulas de cristal, intocables para el resto de los mortales, pretendan otorgarle el rótulo de “opio de los pueblos”, que adormece la conciencia y doméstica a las masas; en realidad, no hacen sino ignorar un fenómeno social que debe ser estudiado, analizado y proyectado con rigurosidad científica para tratar de entender cómo y por qué este deporte popular mueve a millones y millones de personas, hombres, mujeres, niños y jóvenes.
En primer lugar, es una acción espontánea, voluntaria, que desata una pasión incontrolable y una alegría incontenible. En segundo lugar, despliega un contagio inexplicable, porque se trasmite a cada persona que, luego, se expande a todo el entorno en un abrazo que no puede dimensionarse desde la razón.
Y, en tercer lugar, debe considerarse como un factor de cohesión social, puesto que, en las calles –en nuestro caso, frente al Panteón Nacional de los Héroes– se rompen todas las barreras en un festejo que mueve y conmueve a todos los paraguayos, sin distinción alguna.
Queda, entonces, demostrado que estamos en presencia de un suceso que no puede acartonarse o esquematizarse como un comportamiento reducido a cierto estrato social, como ya lo han demostrado intelectuales de la talla de Augusto Roa Bastos, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez, Camilo José Cela, Albert Camus, Jean-Paul Sartre y Henry Kissinger, entre tantos otros.
Paraguay volverá a estar presente en un mundial de fútbol dieciséis años después. Traducido esto en términos de periodicidad, significa que estuvimos ausentes de este torneo ecuménico en las ediciones de 2014, 2018 y 2022, por lo que hay toda una generación que nunca vio a nuestro país en una competencia de esta naturaleza.
Y, en el caso de los que sí lo hicieron, no todos recuerdan nuestra última participación en Sudáfrica 2010, motivo por el cual la desbordante alegría popular resulta comprensible.
Lo mismo nos pasó a quienes tenemos edad para contar nuestra clasificación para el Mundial de México 1986. Ahí sí que la sequía fue bastante larga. Muchos habían nacido en el año que Paraguay estuvo por última vez en un mundial (Suecia 1958). Aunque, entonces, en un formato diferente, con grupos de tres equipos, siempre nos tocaba bailar con la más fea (Brasil y Argentina).
Pasaron seis mundiales sin estar presentes, entre ellos, hasta el de 1978, que tuvo lugar en nuestras propias narices: Argentina. En 1986 llegamos al Mundial de México después del llamado repechaje contra Chile y Colombia. Los primeros partidos fueron en el estadio Defensores del Chaco, donde una multitud afónica no paraba de cantar hasta las lágrimas “¡Al Mundial, al Mundial!”.
Algunos podemos decir que estuvimos ahí. Luego volvió la frustración para las citas de 1990 (Italia) y 1994 (EE. UU.). Hasta que apareció la formidable “legión de espartanos” liderada por el mítico arquero José Luis Chilavert y volvimos a Francia 1998, siendo eliminados por el fatídico “gol de oro” de los locales (luego, campeones mundiales por primera vez en su historia).
Las imágenes de las cámaras se encargaron de inmortalizar cuando el portero empezó a levantar y animar a cada uno de sus compañeros derrumbados sobre el césped de la cancha. Pero el país no se sintió derrotado. Solo habíamos perdido un partido.
Jugaríamos, después, tres mundiales consecutivos: Corea-Japón 2002, Alemania 2006 y Sudáfrica 2010. La garra guaraní estaba de vuelta. En 2002, nuestra selección tuvo partidos memorables contra tres equipos europeos, otra vez con Chilavert como capitán y conductor de la Albirroja. El torneo de 2006, sin embargo, fue para el olvido, pues no pasamos siquiera la primera ronda de la fase de grupos.
Hasta que en Sudáfrica 2010 alcanzamos una histórica clasificación a cuartos de final, perdiendo solo ante España –por la mínima diferencia– que, a la postre, sería la inédita campeona del mundo. Ahora estamos de vuelta para un pueblo que tiene al fútbol arraigado como un fenómeno cultural.
Forma parte de su esencia, de su forma de vida, más allá de las cuestiones que tienen que ver con los cotidianos dramas con los que debe lidiar con responsabilidad ciudadana y un compromiso de conciencia.
El fútbol no lo aliena, sino que lo prepara para otro tipo de movilizaciones, donde el interés colectivo –no las manipulaciones sectarias– está en juego. Así que ¡bienvenido sea el fútbol! Aunque a algunos les irrite la alegría de la gente.