Entre la masacre en el festival Nova, en el desierto del Négev y el asedio a un kibutz próximo a la Franja de Gaza, dos sobrevivientes cuentan cómo el miedo y la pérdida siguen marcando sus días casi dos años después.
Solo en la popular fiesta electrónica que se llevaba a cabo en el desierto y a pocos kilómetros de la Gaza, fueron asesinadas 378 personas que llegaron hasta el lugar para celebrar la vida.
Poco menos de dos años después del 7 de octubre de 2023, las voces de quienes sobrevivieron a la masacre aún tiemblan al recordar. No es solo el sonido de las sirenas lo que quedó grabado, sino el silencio que siguió, el vacío que dejó la muerte y la certeza de que reconstruir la vida–física y emocionalmente– es un proceso sin fecha de caducidad.
La joven periodista dominicana Vera Pappaterra, conoció los horrores del 7 de octubre a través del relato de sobrevivientes, durante su viaje a Israel a comienzos de agosto, invitada por la agencia de noticias especializada en el Medio Oriente para el mundo hispano hablante, Fuente Latina.
La madrugada de ese sábado (7 de octubre de 2023), Alejandra López, una joven colombiana radicada en Israel, llegó al festival Nova con amigos.
Era un evento que llevaba meses esperando. “A las cinco de la mañana estaba bailando, cuando vi algo raro en el cielo”, recuerda López. Pensó que era parte del espectáculo, hasta que, a las 6:30 de la mañana, la música se detuvo. Tras una espera de tan solo unos 30 minutos, relata López, comenzaron los ataques.
ACOSTUMBRADOS A LAS ALARMAS
A solo 40 kilómetros de López, en un kibutz cercano a la frontera con la Franja de Gaza, Tzvi Alon comenzaba el día con su familia. “Escuchamos la alarma, pero estábamos acostumbrados”, narra.
Él y cinco familiares se refugiaron en la habitación blindada de su casa, diseñada para resistir bombardeos, pero no para detener a hombres armados.
Afuera, los gritos en árabe se mezclaban con disparos. “Estuvimos 30 horas encerrados, con calor, sin ventilación, con niños que preguntaban cuándo llegaría el ejército,” dijo.
De vuelta en el festival, López aún pensaba que todo terminaría pronto. Recolectaba sus cosas cuando un amigo le advirtió que estaban matando a todos. Las palabras ya no eran necesarias en este punto; el estado físico del muchacho lo decía todo: “estaba en la mitad de la carretera, completamente bañado en sangre en la cara, en las manos, en todo el cuerpo”, explica López.
TORTURADAS, VIOLADAS, ASESINADAS
Comenzó entonces una huida caótica entre cientos de personas. Corrieron por tierra seca, atravesaron matorrales y se escondieron en huecos. Escuchaban explosiones y el paso pesado de los terroristas. “Sacaban a las niñas de los escondites, las torturaban, las violaban. Era como un juego para ellos”, relata López con voz quebrada. Entre las víctimas estaban dos de sus mejores amigas.
En el kibutz, los mensajes por WhatsApp traían fragmentos de horror: casas incendiadas, vecinos asesinados. Alon recibió la noticia de que su amigo había sido ejecutado y que su esposa había sido brutalmente atacada. Él no podía salir; cada intento era frenado por su hija para evitar que lo mataran. “Era como una ruleta rusa. En una casa entraban, en la otra no”, dice Alon. Afuera, los cuerpos se acumulaban.
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EL ESPEJISMO DEL RESCATE
López pasó entre ocho y nueve horas escondida. Su ropa mínima la dejaba expuesta al sol y a la idea persistente de que, si la encontraban, sería violada antes de ser asesinada. Cuando el calor y la desesperación fueron insoportables, se movió con una amiga y encontraron a un joven israelí con agua, batería y conexión a internet. Él logró contactar al padre de su hijo, que se encontraba cerca. El rescate fue un espejismo: mientras intentaban salir, los atacantes comenzaron a incendiar la zona.
En el kibutz, cuando por fin el ejército llegó el domingo al mediodía, los soldados dieron apenas quince minutos para evacuar. Tzvi y su familia fueron llevados a la ciudad de Netivot y, luego, al Mar Muerto. Pasaron casi un año desplazados antes de reasentarse temporalmente en otro kibutz. “Quizás en dos años podremos volver como comunidad, con casas y escuelas. Hasta entonces, vivimos a la espera”.
López, armada con una pistola tomada a un guardia herido, corrió hacia la figura que reconoció como el padre de su hijo, escoltado por militares. En el trayecto vio lo que preferiría olvidar: mujeres empaladas, cuerpos colgados de los árboles banderas de Hamás cubriendo rostros. “Ese día mataron una parte de mí que no voy a recuperar”, dice. “Sobreviví, pero no soy la misma”.
Hoy, ni López ni Alon creen que la vida haya vuelto a la normalidad. La reconstrucción física: casas, calles, campos, avanza con ladrillos y planos; la reconstrucción interna es más incierta. El miedo permanece. “No creo que vivamos en paz. Tal vez uno o dos años y empezará otra vez”, admite Alon. López, por su parte, aún no puede asistir a un evento masivo sin revivir aquel amanecer.
El 7 de octubre dejó cicatrices visibles en los paisajes y heridas invisibles en las personas. A casi dos años, la memoria sigue fresca, y el peso de lo que se perdió sigue marcando cada paso hacia adelante.
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