Las hermanas Eberhardt provenían del Sur, ambas tenían vidas complejas en lo económico y lo sentimental; sin embargo, eso no sería obstáculo para sobreponerse y abrirse camino en la vida. Solo que existiría algo más supremo que lo material que quebraría ese lazo de sangre.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Evelyn conducía su automóvil con prisa sobre calles y aveni­das de la ciudad de Fernando de la Mora, esa tarde del 2 de agosto del año 2011 tenía una última preocupación y fue llegar a tiempo a recoger a su hija y sobrino de la escuela, su reloj marcaban las 17:00 y lle­vaba cierto retraso.

Solo falta un cuarto de hora para que sonara la campa­nada de salida y odiaba ver ese rostro en los niños, una mezcla de rabia, angustia y tristeza por no verla estacio­nada al cruzar la puerta de la institución.

Espejo lateral y retrovisor, los miraba incesante, seña­lero, freno, embrague, pri­mera y acelerador, pisada y acción. Era mecánico el des­plazamiento y lo iba repi­tiendo en la cabeza para dis­traerse del nerviosismo que le causaba llegar a destiempo. El trabajo en el taller le con­sumía mucho en el día, y ella ahora estaba a cargo. Debía ser responsable porque él espera eso de ella, la mejora en los negocios, más que el pasado.

El pasado, por cierto, eso también le consumía que­branto, pero no quería darle cabida en medio de sus dile­mas, y más aún en ese ins­tante donde su concentración debía estar en coordinación con sus movimientos al volante, para conducir en las calles alternativas a la ruta principal.

Finalmente llegó. Suspiró aliviada. Le ganó la carrera al tiempo, y no todos podrían mofarse de tal acto de valen­tía, imaginó. Las puertas de la escuela comenzaban a rechi­nar en su apertura para dar paso a un bullicio aún mayor, aquel de algarabía, cuchi­cheos y gritos de ¡mamá, mamá! Que se escuchaban desde lejos e intensificaban a medida que lograba agudi­zar su audición al identificar aquella melodiosa voz de su pequeña. La niña de sus ojos, la motivación de su día a día. Solo por ella encontraba ese último impulso que se necesitaba para romper barreras imposibles, ella lograba que se vean diminutas. Evelyn encontraba en su hija la com­bustión para olvidar el desa­rraigo, el dolor del desamor y la incertidumbre del pre­sente.

–Arriba, arriba, súbanse des­pacito y colóquense el cin­turón– dijo Evelyn mirando a los niños atentamente subirse al automóvil luego de abrirle la portezuela. Su pequeña tenía 6 años, y con dificultad lograba trepar el piso del coche, su sobrino, un tanto más grandecito, tenía 10 años y se encargaba siempre de la seguridad de su prima

–Vamos, vos podés, arriba!– le dijo con esa vocecita tierna, pero algo paternal, cuidando que no se lastime al subir.

Evelyn los miró con ternura y luego de cerciorarse que esta­ban seguros en el asiento tra­sero, cerró la puerta y giró por delante del carro para tomar su posición detrás del volante y dirigirse a la casa donde finalmente podrían descan­sar luego de una intensa jor­nada de emociones. El reloj marcaba las 17:25 de aque­lla tarde.

UNOS AÑOS ANTES

Evelyn Michael Eberhardt tenía 23 años por ese enton­ces, oriunda de Hohenau, ale­jada a 400 kilómetros de la capital, en el departamento de Itapúa. La joven fue madre a los 17 años, producto de una relación con un chico de esa ciudad. Aquello duró unos cinco años y luego termina­ron separados por motivos que llamaron como diferen­cias irreconciliables.

En su arribo a la capital, el año 2009 le trajo cambios. Evelyn termino mudándose dejando atrás el Sur para bus­car recomponer su vida, su pareja decidió no acompa­ñarla y sin importar lo que enfrentaría decidió hacerlo sola con su pequeña.

Su destino fue la ciudad de Fernando de la Mora, en del departamento Central. Lejos de la tranquila y agrícola Hohenau, estaba una ciudad de caos en el tránsito, comer­cio intenso y de vertiginosas carreras a diario para cum­plir con cada compromiso.

A cambio de tan abrupta altera­ción en su vida encontró esta­bilidad. En la ciudad estaba asentada su hermana, Marylin, como casera de la vivienda que le dejó su madre, Frida.

La matriarca le encargó la propiedad a su hija para tomar un vuelo a España con la promesa de un trabajo que mejoraría sus finanzas, y así fue durante algunos años en que la familia, aunque sepa­rada, lograba mantener aún comunicación. Eran tiempos de relativa calma.

Marylin vivía en esa casa con sus dos hijos y su pareja, Jorge Daniel Centurión. La sacrifi­cada familia, aunque un tanto dispersa, lograba mantenerse unida en esos momentos de dificultad por la distancia y lo económico.

Aunque esos tiempos mejora­rían para la pareja. Marylin y Jorge Daniel lograron montar un taller mecánico en las cer­canías de la vivienda. Con eso comenzaron a reunir sus pri­meros ingresos, y pese a que su idea fue independizarse, con­vivir en una misma casa tenía sus beneficios en los ahorros para seguir creciendo.

Fue así que más adelante pro­yectaron la construcción de su hogar propio en una de las dos tierras que adquirieron en el año 2005, bajo compro­miso de crédito. Sus sueños comenzaban a edificarse, pero sabían que faltaba un poco más de sacrificio para alcanzarlo.

TIEMPO DE CALMA, ANUNCIO DE TEMPESTAD

Evelyn y Marylin compar­tían un mismo espacio y el crecimiento de sus hijos. De a poco Evelyn comenzó a afianzarse en las labores del taller y trabajar en lo admi­nistrativo, se ganó la con­fianza de su hermana y su cuñado.

En las tardes se dividían las responsabilidades, mien­tras Marylin quedaba para el control del personal en el negocio, Evelyn conducía a la escuela en busca de los niños. Compartían momentos jun­tas, proyectos, sentimientos de tristezas y alegrías. Eso las unió hasta que unos meses más adelante todo comenza­ría a derrumbarse para una de ellas.

A finales del mes de febrero, Marylin, sus dos hijos y Jorge Daniel se mudarían final­mente a su casa, a unas calles de la casa de su madre. Aún con muchos detalles sin con­cluir, decidió aventurarse y comenzar esa vida de fami­lia independiente que anhe­laban.

Ella vería las cosas diferen­tes de ahí en adelante, invir­tió su fuerza en disolver toda la pesada ansiedad que car­gaba, las generadas en las peleas afrontadas con Jorge muy a menudo en los últimos tiempos. Discusiones sin sen­tido en muchas ocasiones, y lo atribuía al desgaste pro­vocado por la preocupación combustionada por el vaivén económico, quería conven­cerse de eso.

A pesar de ello, toda esa ener­gía que puso no sirvió de mucho, las cosas no avanza­ron. La felicidad a Marylin le fue tan corta como las horas en un mes. El 27 de marzo ella fue a desahogarse con Evelyn, Jorge abandonó la casa a medio terminar. Sin piso, un baño, luces o la cocina, y tampoco la cuota de los dos lotes que adquirieron.

Marylin quedó desbastada por eso, sentía que todo lo que planificó se derrum­baba ladrillo por ladrillo, y aún quedaría algo más. A su lista le sumó la ausencia en la prestación alimentaria de los niños, era tanta su tristeza al comentarle a su hermana que lo resumía diciendo

–Jorge nunca aportó un solo guaraní por la alimentación de sus hijos…

En aquella separación solo acordaron verbalmente la división de bienes con Jorge, y de común acuerdo, Marylin dijo que obtuvo el control administrativo del taller y la casa que la terminó de construir y amoblar con el paso de los meses. No deja­ría que la relación la deje sin nada, y terminó poniendo su empeño para concluir la obra que tanto anheló.

No obstante, en lo anímico aún se sentía afligida, ago­biada porque esa parte de su vida se esfumó tan rápido que no lograba entender qué ocurrió. Lo tenían todo pla­nificado hasta que en unos pocos meses los planes, los sueños, todos sus proyectos de once años de relación se arruinaron.

UNA VENTANA DE ESPERANZA

Evelyn y sus visitas con su hija era ese alivio para ese momento de tristeza. Marylin disfrutaba ver jugar a sus hijos con su sobrina, y compartir largas charlas con su hermana. Aquella donde recordaban su niñez en Hohenau, sus primeros pasos en la adolescencia y el trabajo duro que cada uno enfrentó para llegar hasta donde están.

–¿Y vos Evelyn, ya encon­traste a alguien por acá? Mira que lo de Diego ya pasó hace un buen tiempo… –preguntó Marylin mientras se cebaba un poco de tereré.

–Y… sí, estoy con alguien. Eduardo es su nombre– con­testó con cierta aspereza

Marylin notó esto y quedó intrigada. ¿Quién era Eduardo y por qué no escu­chó hablar antes de él? La conversación continuó por otro rumbo, Evelyn intentó hacerlo para no entrar en muchos detalles.

La tarde se despedía y el otoño abrazaba con un manto fresco que ponía a revolotear las hojas en el jardín. Las her­manas pusieron punto final a su charla, pero compren­dían que algo más había en el medio, ambas tenían esa intuición, algo no dicho, un detalle al que hicieron omi­sión. Una evitó preguntar, la otra confesar.

Continuará…

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