Acostumbraba a caminar todos los días hasta su casa en el centro de Asunción. Era normal para él al terminar el horario de las clases en la facultad. En los primeros días de marzo fue acechado por un asaltante y, pese a que no se resistió, un disparo terminó con su vida cuando tenía solo 21 años.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

-Oscuridad a diario, calles derruidas, una baliza policial a lo lejos se sentía distante. Muy poco probable que llegue hasta aquí. Tranquilo, no te sul­fures, esto pasa todos los días y en este país te toca o te toca. De todas formas, no llevo mucho, ¿qué tanto me van a sacar? Me mantengo sereno, pero alerta, camino más lento, pero mis sentidos siempre en alerta. ¿Qué digo? No soy un superhombre, no voy a despertar poderes a mis veintiún años, ¡ja, ja, ja! Aun­que estaría bueno…

-Esto de hablar sin sen­tido conmigo me relaja. En medio de las calles oscuras del barrio Sajonia es compli­cado, sí, pero hay que estu­diar…

José Emilio atenuaba todos los días de esta forma su caminata a casa. Las noches a diario las vivía con el mismo temor, la misma psicosis: el que lo asalten.

Muchos de sus amigos y veci­nos le advertían sobre el peli­gro en el barrio, los cuidados que debía tener en esas lar­gas caminatas de retorno a la casa.

Entrada la tarde se desa­taba la cacería, concentraba a los bandidos en moto, a pie, oportunistas y estafadores; esa zona céntrica de Asun­ción desatada en una horda de criminales sin contención. Desnudaba la corrupción de su fuerza pública y prostituía la razón. En muchas denun­cias no había lógica, la excusa de los jefes policiales era la escasez de agentes, la falta de una mejor iluminación. De vez en cuando merodeaba un patrullero, pero los crimina­les sabían en qué momento salir de su agazapo.

Contra esto o dejar de estu­diar era la dicotomía diaria. José Emilio era decidido y no se dejaría intimidar. No se subestimaba, tampoco a la inseguridad, pero debía ter­minar sus estudios.

Era el mes de marzo, el día jueves en fecha 7 de aquel 2013. José comenzaba las clases en una universidad privada el tercer semestre y de a poco iba restando años a la carrera de ingeniería comercial. Aún faltaba un buen trecho para el título, aunque su verdadera pasión lo imantaba al diseño gráfico. Sin embargo, su realidad era otra, debía crecer y con ello los compromisos económi­cos; ser ingeniero en la rama de ciencias económicas lo posicionaría, en ese año deci­dió superar la barrera de los prejuicios y cumplir con ese sueño. Ese fue el anhelo.

Nació un 13 de febrero del año 1992. José Emilio Mar­tínez Varela Ortellado era el menor de tres hermanos, una gran familia que engendró la unión de María Teresa Orte­llado y Héctor José Martínez Varela.

SANGRE EN EL ASFALTO

Jejuí 667, entre O’Leary y 15 de Agosto, centro histórico de Asunción. 21:30 horas. Jueves 7 de marzo.

-¡Nos vemos mañana, por fin vieeernes! –dijo José Emilio.

-Esperá José, para qué espe­rar a mañana, vamos a un local acá cerca, a comer algo y tomar –propuso uno de los compañeros de aula no solo observando a José, los buscó a todos con los ojos, quería a más de un compin­che. No hubo muchas dudas, sin cavilar todos asintieron y en grupo fueron riendo y recordando anécdotas.

La noche se devoró las horas. Sin fijarse en el tiempo en sus relojes, se dieron cuenta de que el viernes estaba pre­sente. Eran las dos de la mañana y había que levan­tar la conversa en aquel sitio.

El adiós se multiplicó pronto y José se quedó solo. Observó de frente, vio una desolada avenida Colón, sabía que le restaban varias cuadras por caminar, pero no titubeó. Comenzó el parloteo con su conciencia, en voz alta, como acostumbraba.

Solo unos pocos minutos des­pués alcanzó la calle Octava Proyectada, ya faltaba poco y se interrumpió su pensa­miento. Un intenso sonido, abrupto y seco, lo puso en alerta.

Fue ensordecedor, un cas­tañeo. Luego identificó un amortiguador, que sonaba como los muelles de una cama antigua. Su conductor se aco­modó en el asiento.

-Debo correr –se dijo para sí.

El escape sonó más grave esta vez. El motociclista aceleró, buscaba intimidarlo y José se percató de ello. Aceleró el paso, sabía que alcanzaría su casa y todo ese incipiente tor­mento terminaría. Al darse la vuelta, vería que solo fue alguien que pasó, de casua­lidad y volvería su paz. Pero eso no ocurrió.

-¡Nde, epyta upépe! (Quédate ahí) –dijo el desconocido.

José Emilio se detuvo y, aunque quería moverse, no lo lograba. El temor lo tomó del cuello y no solo lo para­lizó, tampoco lo dejaba res­pirar. La garganta seca, ape­nas tragó la saliva. Su mente le advertía del shock en el que estaba.

-¡Dame lo que tenés, tu telé­fono y mochila. Rápido! –ordenó imperantivo el delin­cuente.

Su temor y psicosis final­mente convinieron insta­larse definitivamente ese día. Aunque siempre lo practicó, cómo actuar, cómo mante­nerse calmo, en ese momento no lograba tomar una deci­sión. El momento lo superó. Aunque intuía el riesgo que estaba viviendo.

José Emilio giró sobre sí. Dejó que la correa de su mochila se deslice al final de su mano derecha, mientras observaba fijamente el tenue brillo que resplandecía sobre el tubo cañón del arma que sostenía aquel asaltante. No lograba verlo bien, la oscuridad se complotó. En esa esquina del infierno la iluminación no era buena. Pero escuchaba sus voces, ahí entendió que eran dos en esa moto.

El arma era amenazante, la tenía muy cerca, la podía hasta sentir, aunque no estaba pegada a su pecho. Pero lo intimidaba. Sacó aire por sus narices. Con firmeza trataba de evitar la tensión, pero mientras sostenía la mochila no podía mantener contacto visual con el ban­dido. Él solo quería que todo termine y aún no comprendía por qué no tomaban sus cosas y se marchaban.

UN ESTRUENDO SACUDIÓ LA NOCHE

La detonación fue seca mien­tras el humo aún se colaba ascendente en el tubo de una pistola. José Emilio sintió el ardor en su pecho y la impo­sibilidad de quedar aún de pie, se sintió desvanecer, en caída libre, en el aliento a quemar. La dificultad en la respiración, inhalaba y exhalaba en cortas fre­cuencias, no podía hacerlo, pronto dejó de intentar. Sus ojos se desvanecían, al igual que sus depredado­res. El ronquido de la moto enmudeció el último sus­piro y un segundo tiro. Esta vez al aire. No fue disuasivo, era repulsivo. La silueta de ambos se mezclaron en el lienzo oscuro de aquella san­grienta noche.

José, inerte al pie de una ciega columna, al costado de un cantero de ladrillos.

El chirrido de los frenos de un taxi se oyó cerca, la porte­zuela se cerró de un golpe. El conductor vio lo que ocurrió y corrió a socorrerlo.

Pálido y con sangre que inun­daba su ropa, subieron a José al asiento trasero y la veloci­dad lo condujo hasta el Hos­pital de Trauma sobre la ave­nida General Santos.

-El lugar es el especializado en situaciones como esta y ellos sabrán qué hacer –dijo el taxista.

TUVO UN ACCIDENTE

Viernes 8 de marzo. 03:45 AM.

-¡¡¡Ring, ring, ring, ring!!! –el repiqueteo insistente en el teléfono desveló a la madre de José.

-¿Hola? ¿Quién es? –con­testó María Teresa.

-¿Usted es la mamá de José Emilio Varela? –respondió interpelando una voz metá­lica del otro lado.

-Sí, soy yo, pero dígame: ¡¿quién es usted que llama a esta hora?!

-Señora, disculpe. Le habla el comisario Amarilla. La llamo del Hospital de Emer­gencias Médicas, su hijo sufrió un accidente y nece­sitamos de su presencia…

En la conversación asaltó un incomodo silencio, a lo lejos escuchó una conversación:

-Jazmín, mi hija. Tomá el teléfono. Llama un policía y dice que a tu hermano le pasó algo.

María Teresa despertó a su hija para que se encargue de la situación. La mujer quedó perturbada por la noticia.

-Hola -dijo Jazmín.

-Hola, sí. El comisario Ama­rilla soy, ¿con quién hablo? –contestó Amarilla al darse cuenta del cambio de voz.

-Hola comisario, me llamo Jazmín y soy hermana de José Emilio. ¿Qué le pasó? –preguntó arrugando las pala­bras que salían de su boca.

-Disculpe la hora, señora. Sucede que su hermano tuvo un accidente y necesitamos de los familiares en la urgen­cia del Hospital de Trauma, aquí sobre General Santos –insistió con paciencia el poli­cía, comprendiendo la com­plejidad de la situación. Lo seguido a eso fueron las pul­saciones incesantes en la lla­mada. La mujer cortó debido al susto.

María Teresa y Jazmín se alistaron y tomaron lo poco que encontraron a su paso, ropas, dinero y la llave del automóvil. Lo inmediato fue el ronquido del motor y el chillido de las cubiertas en el suelo en reversa. Jaz­mín condujo lo más rápido que pudo aprovechando que el tránsito a esa hora aún lo permitía.

Continuará…

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