Tras matar a su inocente víctima aquel asesino huyó sin dejar rastros, al menos eso pensó. La policía comenzó un trabajo que tomaría meses en concluir, pero que finalmente disiparía las sombras sobre la identidad del criminal del Parque Emeri.

  • POR Óscar Lovera Vera
  • Periodista

El asesino miraba fija­mente el cuerpo, bus­cando algún signo de vida. A un costado recono­ció una piedra, la tomó con la mano derecha y se aseguró que no sobreviva. Su brutali­dad no cesó, recolectó hojas secas de alrededor y cubrió el cadáver con ellas, tomó unos fósforos que usaba para encender sus cigarri­llos, y arrojó la llama sobre la hierba. El fuego fue consu­miendo su atrocidad, las lla­mas se reflejaban en sus dila­tadas pupilas, reflejando su cobarde acción.

Se arregló las ropas, y giró sobre si, a sus espaldas seguía incinerándose a medio cuerpo y la otra mitad semi­desnuda. Él huyo.

CUATRO HORAS DESPUÉS

Dos mujeres iban conver­sando entretenidas, sujeta­ban a sus vacas a las que lleva­ban a pastar, se internaron en el sendero, detrás del Parque Emeri, donde la hierba era abundante para el ganado. Cuando llegaron a la mitad del camino vieron ambas con estupor una pequeña figura humana, el susto las inmovi­lizó y se quedaron sin hablar hasta mirarse una a la otra. No podían entender la cruel­dad en el cuerpo de esa niña, ni saber de qué se trató. El fuego consumió el rostro.

La policía y el forense llega­ron al lugar en simultáneo. El médico determinó que la pequeña murió a consecuen­cia de un traumatismo cra­neoencefálico, asfixia por compresión mecánica (con las manos) y quemaduras graves.

La agente fiscal -una determi­nante mujer con experiencia de años en casos de crímenes- Rafaela Fernández ordenó a los policías que trasladen el cuerpo a la morgue de la ciu­dad. Tomó unos guantes, junto a los agentes de crimi­nalística y recogió todo lo que encontró en un radio de 15 metros, una en particular: los rastros de neumático de una bicicleta que quedaron impregnados en el suelo. La evidencia era fundamental para identificar al criminal.

Horas después, el médico Alfredo Chirife confirmó las lesiones encontradas en la escena del crimen. A ello sumó un golpe en el rostro y el desprendimiento del himen. Abusaron de la niña, doctora. Dijo con impoten­cia el especialista. No podía evitar la congoja. Chirife hizo una pausa, y luego le mostró un recipiente de laboratorio y explicó “tomé muestras de fluido seminal, sometidos a una prueba ten­dremos al autor de este ase­sinato…” Gracias doc, respon­dió la fiscal. Se mostró fuerte pero sentía que por dentro se derrumbaba, no encontraba explicación para esa bestia­lidad.

LAS CACEROLAS DE MAMÁ

Aún faltaba identificar a la pequeña. El rumor comen­zaba a introducirse en los caminos vecinales, su propa­gación fue veloz que en minu­tos llegó a oídos de sus herma­nos. Pablo e Ignacio salieron de la carbonería y presurosos llegaron al Parque. La mar­cha se detuvo cuando reco­nocieron las ollas, estaban en el suelo, el caldo se había secado. La tierra lo succionó. Estaban estupefactos. ¡Es de mamá! Dijo Ignacio a Pablo. Iban recogiendo los trastos hasta encontrar los residuos del fogón. ¿Qué pasó acá? Pre­guntó Pablo a un policía que quedó a resguardar el lugar. El agente contestó, encon­traron el cuerpo de una nena, parece. Estaba quemado… Pablo e Ignacio se miraron y supieron que se trataba de Basilia.

SILENCIO CRIMINAL

La policía de homicidios comenzó con la ronda habitual de interrogato­rio. El casual y particu­lar. El casual les permitió colectar las características del sospechoso: un hom­bre de estatura promedio, de contextura delgada, de piel morena, barba saliente y que se paseó horas antes del crimen con una niña montada en la bicicleta. Conversando con sus pares de la comisaría local se per­mitieron escribir una lista rápida de presuntos autores.

Esto los llevó a dos vivien­das del barrio María Auxi­liadora. La primera era de Félix Octavio, recogieron prendas de vestir, cuchillos, una escopeta y una bicicleta. Sus sospechas aumentarían al cotejar su identidad con la base de datos policial: Octa­vio poseía antecedentes por abuso sexual y lesión en niños. Para ellos este era el autor. Horas después llega­ron a la segunda casa, per­tenecía a Domingo Gimé­nez, tío de Basilia. En la casa encontraron algunas vesti­mentas con manchas simi­lares a la sangre, y hallaron –también- una bicicleta. Para ese entonces pasaron cuatro días, tenían dos sos­pechosos pero un pertur­bador instinto policial les decía que esto no podía ser tan fácil.

Ampliaron las declara­ciones casuales, volvie­ron a recorrer el barrio y se entrevistaron con todos los vecinos. Las semanas pasaron y hasta pensaron que no existiría posibili­dad que alguien más haya visto alguna vez esa som­bra, más que la silueta un rostro que pudieran iden­tificar. La policía no podía ocultar la impotencia que les invadía, fue como pelear contra un fantasma.

Sin embargo, por esas casua­lidades contradictorias del destino, en el momento más estéril de la pesquisa un ter­cer sospechoso brotó en esas conversaciones que tenían con los pobladores. Se trató de un nombre a quién todos temían, de ahí el silencio impoluto.

Pero lo que más les extrañó es la declaración de un agente de policía, pobla­dor de ese lugar. Ese hom­bre entrenado y agudizado en su olfato también vio a la pequeña viajar en aquella bicicleta, con el peligroso extraño, y no dijo nada, hasta le pareció normal.

EL MOMENTO DE LA VERDAD

Una operación sigilosa -luego de días de vigilancia- permi­tió dar con ese tercer sos­pechoso. Por fin tenían la autorización para entrar a la vivienda, la misma que tenían en la mira durante mucho tiempo.

-Tengan cuidado al entrar, no sabemos qué tan jodido de la cabeza está el tipo este. A mi orden entra el primer grupo, el segundo asegura el perí­metro por si intente escapar. ¿Copiado?

-¡Copiado, oficial! Respon­dió el pelotón de policías al unísono

No fue complicado entrar, tal vez el efecto sorpresa fue pri­mordial. En la casa encontra­ron prendas con las caracte­rísticas que dieron testigos, tenían sangre. Hallaron una bicicleta y zapatos.

Esas manchas más tarde fue­ron analizadas en laboratorio y finalmente la duda se disipó. Era él, los exámenes dieron positivo y su ADN coincidía con los del fluido seminal encontrado en el cuerpo de su víctima.

Dos años después. Mario Ramón Ruíz Díaz enfrentó a un tribunal. La condena fue a 25 años de cárcel como único autor del crimen de Basi­lia. Domingo y Octavio fue­ron puestos en libertad tras corroborarse que no estaban vinculados al asesinato.

Fin

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