Por María Eugenia Garay

En la legendaria toma de las aguadas de Yrendague, la 8va. División de Infantería, al mando del Cnel. Eugenio Alejandrino Garay, tuvo que lidiar con el extremo calor de diciembre, la falta de agua y el desierto arenoso, infiltrándose sigilosamente entre la 7ma. División de Infantería y la 2da. División de Caballería bolivianas. Los adversarios, ocupantes del fortín, juzgaron trinchera natural perfecta al inmenso arenal desolado por donde ahora avanzaban sigilosamente los paraguayos. El milagro se dio justo el día 8 de diciembre de 1934 y más de uno lo acreditó a la Virgen de Caacupé. En el 87º aniversario de aquella hazaña, esta pieza literaria revive la introspección del Comandante, el 5 de madrugada, poco antes de emprender a pie la épica marcha de 70 km que duró tres días. Yrendague fue una de las victorias más resonantes del Ejército paraguayo y determinó la destrucción del poderoso Cuerpo de Caballería boliviano del Cnel. David Toro; en el desbande que se produjo fallecieron de sed 13.000 bolivianos en la Picada de la Desesperación. Pero, sobre todo, resultó trascendental porque se tomaron los únicos pozos de agua de aquella inhóspita región y el poseer el agua en aquel territorio carente del precioso líquido vital fue uno de los factores determinantes que torcieron el curso de la Guerra del Chaco a favor del Paraguay.

La luna proyectaba una luz plateada sobre el campamento. Ese día había sido sumamente caluroso. Toda la semana anterior una lluvia pertinaz cayó sobre aquella región, donde algunos cauces de agua eran cíclicos, renacían en temporadas de lluvias y desaparecían en tiempos de sequía. El agravante de la lluvia torrencial es que inundaba toda senda transitable y los camioncitos de abastecimiento no podían llegar hasta los frentes de batalla. Esa noche, una agradable brisa se descolgó sobre el campamento y disipó las nubes borrascosas. Finalmente, la orden de ponerse en marcha para llevar a cabo una misión imposible había llegado. Partirían a la madrugada siguiente, del día 5, apenas clareara. Luego de escuchar el informe de las patrullas y discutir los planes del ataque examinándolos exhaustivamente con sus subalternos, quería estar solo. A solas para enfrentar este nuevo desafío que el destino le asignaba. A solas con ese futuro que se extendía incierto ante él. A solas con la inmensa responsabilidad que tenía al saber que de él dependían esas miles de vidas de los jóvenes soldados a quienes comandaba. A solas con su voluntad férrea de lograr el triunfo a pesar de las condiciones tan adversas que entrañaba ese cometido. A solas con este presente que había estado aguardando tanto tiempo, aunque viniera preñado de dificultades, ausencias, desafíos e imprevistos. Pero la guerra era eso: la latitud ritual del infortunio. Y al encontrarse situado en esa latitud, necesitaba estar a solas con el ayer que se le abalanzaba sobre los hombros como una llovizna mansa que resbalaba entre luces y sombras. Sí, quería estar a solas con sus recuerdos. No podía conciliar el sueño. Nunca dormía la noche antes de alguna misión o combate. Se sentó sobre su catre de campaña, sintió el silencio circundante quebrado solamente por algún pájaro nocturno, el murmullo del viento en el follaje de los árboles de este último bosque enclavado en el límite del arenal ardiente por donde deberían transitar mañana. Aspiró profundamente ese aire límpido de la noche, sus ojos acostumbrados a la oscuridad percibían claramente cuanto le rodeaba, palpó maquinalmente en el bolsillo de su chaqueta verdeolivo, donde no lucía las estrellas de coronel, la lapicera que un amigo de Asunción le había enviado de regalo. Sonrió, sí, su vieja amiga la pluma siempre acompañándolo a lo largo de esa dicotomía que había sido su vida, oscilando entre la pluma y la espada. Entre su afición por las letras, su tarea de intelectual y periodista, y sus luchas como guerrero. Dio vueltas a la lapicera entre sus manos y en ella se refractó el brillo de la luna. Y entonces decidió escribir la carta que hacía tiempo quería redactar, aunque la destinataria ya había partido hacia la ignota comarca de la eternidad. Acercó un cajón vacío para utilizarlo como escritorio, encendió una vela y tomó el cuaderno donde anotaba los avatares del campamento.

“MI AMADA ESPOSA:

En la quietud de la siesta de este 4 de diciembre del 34, sobre la rústica mesa de madera, me hallaba estudiando unos mapas geográficos de la región para planificar cuidadosamente el arriesgado plan que apenas finalizada la batalla de El Carmen me había expuesto el Conductor, pero que, por considerarlo una misión suicida, solicitó mi opinión, agregando que por ser tan alto el riesgo requería mi evaluación del proyecto antes de enviar a lo que parecía una muerte segura a toda la 8va. División, ahora a mi cargo. El timbre del teléfono cortó en dos el día. Afuera del precario puesto de Comando, la ajada bandera tricolor, atada rudimentariamente a una tacuara, flamea orgullosa, mientras el viento ulula como alma en pena, y arrastra inmisericorde torbellinos de arena, que cubren como un talco hirviente a hombres y objetos con su pátina reseca. Estas ráfagas ardientes son los heraldos torrenciales de la guerra.

-’Usted sabe que el enemigo califica a un plan de esta envergadura como irrealizable’ –me dijo. ‘Nadie considera factible que un ser humano pueda atravesar ese inhóspito desierto. Por lo tanto, la sorpresa, será nuestra única aliada’.

-’Tomaremos los pozos de agua’ –le contesté. ‘Tenemos que conseguirlos aunque parezca un imposible porque poseer el agua será la única forma de torcer la guerra a nuestro favor y detener definitivamente el implacable avance del invasor’.

-’Tendrá una inmensa responsabilidad sobre sus hombros, comandante, ya que con esta acción, coordinada con otros ataques que se harán al unísono, nos jugaremos la suerte de esta guerra. Si no lo logramos, perderemos la última oportunidad y el invasor se enseñoreará del Chaco Boreal’.

-’Mi General, tenga usted la certeza de que la Octava División, siempre bajo la protección de Dios, tomará los pozos de Yrendague”.

La conversación había sido breve, no había jefes ni intermediarios. Deberíamos marchar a contramano del destino, ignorar las cicatrices del dolor, el estigma insobornable de la muerte que acecharía nuestros pasos, desechar la nostalgia y como nómadas alucinados vencer los escollos, desarticular peligros, lanzarnos al abordaje de la selva plagada de fieras y alimañas, divorciarnos de nuestra propia sombra, doblegar a la brújula para que nos señalara lo que nuestra voluntad deseaba, sumergirnos sin vacilaciones en las bocanadas de ese viento norte que desbanda las hojas secas y es tan irrespirable que más parece una espesa humareda y marchar sobre esa arena calcinada donde nuestros pies se hunden hasta los tobillos. Iniciaremos una operación comando, contra toda lógica, contra todo atisbo de razón, porque marcharemos contra el tórrido verano, contra el sol abrasador, contra la naturaleza hostil, desafiando a la sed devastadora, a la inhóspita intemperie, al cansancio, a la distancia de 70 kilómetros que nos separa de la aguada de Yrendague, al enemigo que nos rodea y puede aparecer sorpresivamente con sus detonaciones de muerte y al turbión insoportable de insectos que no permiten descanso alguno. Llevando a modo de equipaje para que nos proteja del infortunio, solo nuestra voluntad de vencer y nuestra profunda fe en Dios.

Aguada de Yrendague.

Los factores imponderables se han conjugado, cristalizando esta misión secreta.

Es, como te dije, un emprendimiento suicida. Para lograr el éxito deberemos corporizar un milagro. Dejarnos guiar por las voces de nuestros antepasados que desde la ribera de las sombras guiarán nuestros pasos encauzados a defender a ultranza la tierra que a ellos los abraza en su regazo y a nosotros nos contiene, nos alimenta y nos cobija. El tiempo es circular, amada mía, y tal vez estos jóvenes a quienes hoy yo comando, sean los mismos que, armados tan solo de coraje, lucharon con fiereza de mítica epopeya en la contienda del 70. Tal vez, estuve yo también allí y ahora en la incandescencia de esta guerra volvemos a encontrarnos. Guerreros de López, a quienes presentí deambular como incorpóreos centinelas de este suelo, por el campamento Cerro León, cuando mi lejana infancia en Pirayú, porque nunca partieron, y que reencarnaron unánimes, en la conciencia colectiva de nuestro pueblo.

Hice alistar los pertrechos, porque partiremos esta madrugada. Dos caramañolas de agua para cada soldado y luego detrás irán los aguateros, atando dos latas grandes de agua a un largo palo que sostendrán sobre sus hombros llagados por el peso de su valiosa carga, si es que pueden llegar, cosa que dudo, porque los bolivianos peinan la región. Tienen aviones y transportes, son más numerosos que nosotros y están mejor armados. Al caer en nuestro poder algunos fortines, pudimos constatar que sus uniformes llevan botones de bronce que dicen ‘U.S. ARMY’. No hace falta decirte quién está detrás de esto.

Pero acepté la misión. Porque era precisamente para lo que yo había nacido. La vida, querida mía, me ha hecho esperar. Debí alistarme como voluntario, dado que mi edad me exime de pelear en esta guerra. Cuando el presidente Eusebio Ayala me llamó, después del desastre de Strongest, yo estaba en el Unión Club conversando con un grupo de amigos, ¿lo recuerdas?

Me preguntó: ‘¿Cuándo puede partir para el frente?’.

Le dije ‘Ahora mismo’. Se asombró e inquirió si no tenía equipaje que preparar o cosas que arreglar antes de ir al Chaco. ‘No tengo nada que preparar, solo calzarme las botas y volver a vestir el verdeolivo’, contesté.

Tengo una cita con el destino. Nada ni nadie podría impedirme materializar esta quimera. La fatalidad fue mucho tiempo mi compañera, ella se llevó a mi madre cuando yo apenas tenía 3 años y ella te arrebató de mis brazos. El infortunio, amada, fue la argamasa de nuestro pan diario. Pero los hados impredecibles que hilvanan las circunstancias en ese ingrávido tapiz llamado ‘vida’ ahora se ponen de mi lado. Y si bien el injusto olvido intentó vanamente marginar mi nombre de esta hora épica, he descubierto el conjuro para exorcizarlo: iré al encuentro de aquello para lo que he nacido.

He conseguido ignorar a la adversidad, que acecha desde las torvas esquinas de los vaticinios irredentos y desafiando a quienes escriben el caprichoso libreto del destino, exilié a la desolación y a la angustia, y convoqué a la esperanza para sujetar con firmeza el esquivo estandarte del éxito, si bien el empeño en lograrlo me llevó toda una vida. Y el precio que pagué es esta soledad que ahora se tiende a mi lado como fiel compañera. Incursioné en mitad de mis desvelos, en esa inalcanzable región de los milagros, para hallar en sus transparentes orillas esta fe que ahora me habita y resplandece en medio de lo oscuro, como si fuera una lámpara encendida.

Sí, debo admitir que arde en mi alma un fuego incontenible, una incontrolable hoguera, que desde siempre me impulsó a este oficio. He traído esa esencia en mis venas, late turbulenta en el rojo cauce de mi sangre y debo consumar estas utopías antes de que la arcilla enarbole implacable mis palabras. Pero entonces, quedarán mis acciones y también mis escritos. Y esta victoria que avizoro segura, enhebrada a la expectante incandescencia de lo aún no realizado. Este triunfo que se enciende desde los rescoldos de lo azaroso y se convierte en persistentes llamaradas, hecho candela, refulgencia, destello, cuyo fulgor se filtra irreductible, entre los cañadones de lo ignoto y genera la ingrávida certeza que me impulsa a seguir, hasta lograr el objetivo propuesto, sin importarme cuán difícil será lograrlo y proseguir sin desfallecer hasta la meta, aunque a todos les parezca un desvarío. Ese será mi legado. Y esa antorcha encendida, como legendaria herencia devenida de un fuego eterno llamado libertad, pasará a las generaciones venideras.

Sé que tú me comprendes. Me esperan la liturgia encendida de los fogonazos, el temerario idioma de la espada, el culto de la proeza, la certidumbre del presagio, el resplandor de la soledad, el resonar de la metralla, la plegaria de lo inverosímil, el dogma de la tenacidad, la cartografía de la esperanza y la superstición alucinante de la victoria.

Ahora, que me hallo parado sobre ese borde intangible que divide la gesta victoriosa del abismo aciago del fracaso, debo confesarte algo: te fui infiel. Sí, tuve otro amor, lo admito. He sentido una pasión fundamental por la Patria. Y es precisamente por amor a ella que, apenas amanezca, voy a emprender esta marcha, considerada por todos un imposible. ¿Me perdonas, amada mía?

Tuyo, de todo corazón, Eugenio.

Gral. Eugenio Alejandrino Garay, patrono de la Infantería paraguaya.



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