A los 98 años toda­vía el corazón se le estrujaba en el pecho cuando pensaba en ella, aunque hubieran pasado 75 años. Por eso nunca pudo deshacerse de aquella foto de ambos que juntaba polvo en un armario. El tono sepia del tiempo no había logrado arre­batar la frescura a esa chica francesa de 18 años, que son­reía enamorada al soldado americano que en la Segunda Guerra Mundial fue a pelear en el ejército aliado.

JK se había instalado en un campamento en la ciudad de Briey, y en su batallón se encargaban de proveer pan a los soldados. En esa panade­ría móvil se horneaban más de 1.400 kilos al día, y parte del trabajo era el almace­namiento de los ingredien­tes que venían en enormes latas y sacos. La primera vez que la vio fue detrás del cerco del campamento. Ella estaba con dos niños, uno en cada mano, que eran sus hermanos. Tímidamente se dirigió a él, balbuceando un inglés improvisado: – Dis­culpe señor, ¿podría darnos algunas de estas latas? –dijo señalando las que tenían manteca.

Se llamaba Jeannine y era perfecta.

Él practicó su francés en la respuesta y comenzaron a entenderse mezclando los idiomas. Él reparó en la manera que el sol se ani­daba en sus pupilas, a ella le gustó la cadencia de su voz serena. ¿Puedo verte otra vez? –preguntó él después de que la conversación se alar­gara más de la cuenta. Y ella prometió volver. Y la amis­tad surgió primero tímida­mente hasta que luego llegó el amor con sus urgencias. Fueron meses de ilusión en medio de aquella terri­ble guerra y JK llegó a pen­sar que se casaría con ella. Pero un día abruptamente llegó la orden de levantar campamento. JK tenía que partir a Baston inmediata­mente. Era empacar y lar­garse, sin tiempo de despedi­das. Asombrado, con el alma atónita, la llamó por teléfono para darle la noticia.

–Me tengo que ir –le dijo con la voz quebrada de tris­teza–. Y no me da tiempo de ir a verte.

Ella ni siquiera pudo res­ponder. La llamada se cortó cuando a él le arrancaron el teléfono de la mano y a trom­picones lo llevaron a formar para largarse.

Jeannine se quedó con el recuerdo de la voz quebrada de él en ese adiós inusitado, y lo soñó una y mil noches. Cinco años le guardó luto a ese amor, con la esperanza de que él vendría a bus­carla alguna vez para for­mar la familia que habían soñado. Pero JK cruzó de nuevo el océano y terminó casándose con una chica de su Mississippi natal, y tuvo un matrimonio prolongado de 70 años. Jeannine por su lado, finalmente enterró ese amor en el recuerdo, se casó y trajo cinco hijos al mundo y enviudó al poco tiempo.

JK no tuvo hijos, pero enta­bló una relación entrañable con sus vecinos, que lo apo­yaron mucho cuando perdió a su mujer. De hecho, fueron ellos quienes sugirieron – una vida más tarde– que hiciera el viaje de veteranos que se estaba organizando a Francia, conmemorando los 75 años del Día D.

JK lo tomó como una buena manera de distraerse y cuando llegó el momento de llenar el formulario de viaje, una de las preguntas de los organizadores era si había algo o alguien que qui­siera encontrar del pasado. Algún campo de batalla. Algún soldado. JK sonrió y escribió con la mano temblo­rosa “Jeannine Ganaye”, sin dudarlo.

–Esto es sobre la guerra, no sobre civiles, señor –le advirtieron, pero el anciano se negó a borrar su nombre. De cualquier manera, sabía que era muy posible que ni siquiera estuviera viva des­pués de tantos años.

El vuelo partió el día acor­dado con los veteranos. JK sintió mil cosas en el tra­yecto. Jamás había vuelto a cruzar el Atlántico y ahora, ya casi centenario, volvía a la etapa de su vida que más le había marcado. La gue­rra. Y aquel primer amor tan grande como un océano. Al llegar al aeropuerto, una de las enfermeras de pronto lo separó del grupo.

–JK tengo algo que decirte: La encontramos.

Y él sintió que le temblaban las piernas a pesar de sus 98 años. Con el corazón apre­surando latidos un coche lo condujo hasta el asilo de ancianos. Ella estaba sen­tada en el lobby, esperán­dolo. No hizo falta que le dijeran que era JK cuando lo vio bajar del auto. Al ins­tante se reconocieron. Y aunque no corrieron para estrecharse –porque ya no daban los años–, el abrazo duró la vida que el destino había truncado. Y brotaron al fin todas las lágrimas y las sonrisas y tanto sentimiento guardado.

–Sigues siendo tan hermosa –le dijo él acariciándole el rostro ya marchito con los años.

Todavía el sol se anidaba en sus pupilas. Y ya no había marca del tiempo que pudiera separarlos.

A partir de ese reencuen­tro, JK (98) y Jeannine (93) siguen comunicados. Volvie­ron a verse una vez más, esta vez con la familia de ella y los vecinos de él que lo acom­pañaron de nuevo a Francia para poder volver al lugar donde se habían enamorado y recorrer las calles cómpli­ces de aquel amor-milagro.

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