Por Bea Bosio

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Eva todavía recuerda algunas cosas de su Yegros natal: el aroma a campo en las mañanas dor­midas. El sabor a las arvejas que plantaba su abuelo y que aún subsiste en sus papi­las gustativas, a pesar de los inviernos que lleva en el Norte y que ya forman parte de su vida. Era apenas una niña cuando dejó el Para­guay y en Estados Unidos lleva años trabajando en los más altos niveles de la polí­tica: Senadores, Diputados. Presidentes. Votaciones. Congresistas.

Yo la conocí hace años y tra­bajé con ella cuando me invitó a hacer una pasantía en el Senado de la Florida. Recuerdo la hospitalidad y la pasión con que abrazaba su vocación política. Aunque era un pez en el agua en ese mundo, Paraguay seguía siendo su tierra y siempre le evocaba la mejor de las sonrisas.

–"Por favor que nadie llore". Le dijo a sus padres la niña de ocho años la noche que los abrazó antes de partir. Sabía que sin lágrimas sería más fácil. Habían aceptado la pro­puesta de una tía de educarla en la Florida, y entendían lo que significaba esa oportuni­dad. Pero aún así, dolía.

Sus padres fueron a despe­dirla a la casa de la abuela en la víspera. Al día siguiente la niña partiría al alba, de Yegros a Asunción. Y de ahí a una nueva vida. La familia era grande, bulliciosa y unida. 10 hermanos que llegarían a ser 12 después de su partida.

–Algún día voy a comprar un ómnibus, para que podamos irnos todos juntos de paseo ¿si? - prometió Eva a su fami­lia, que en ese entonces se movía en carreta. Su padre era apicultor. Su madre maes­tra. Todavía sonríe cuando piensa en el viaje a Caazapá que hicieron por ese medio para visitar a sus otros abue­los: la imagen nítida de su madre bañando a su herma­nito en las aguas del Pirapó, y las ruedas gigantes rodando en la noria afectiva de sus recuerdos.

Los círculos de poder en Washington no han logrado borrar la estampa de su maes­tra de primer grado: Doria Dávalos, que le enseñó a sumar y a restar. Lo hizo tan bien que al llegar a los Estados Unidos y rendir matemáticas, saltó del primer grado al ter­cero. Aunque el inglés costó al principio. Tan lejos del gua­raní, la lengua de sus afectos.

–My name is Eva. How are you? Very well thank you – eran las tres cosas que la niña sabía decir al comienzo.

Corría el año 74, y la comu­nicación era demorada entre La Florida y Yegros. Las car­tas que le escribía a su madre tardaban 6 meses en llegar al pueblo y las respuestas, seis meses de nuevo. Tampoco había teléfonos. Tenían que avisar a la telefónica que iban a llamar a una hora en espe­cífico y ponerse de acuerdo. Igual Eva creció enterán­dose a sorbitos cómo trans­curría la vida en su pueblo: alguna historia de Gertrudis y Leonardo, el peluquero, o de su mejor amiga Nancy, y alguna que otra andanza de Tuki, el perro mimado de aquel gringo del Cuerpo de Paz que al marcharse adop­taron ellos.

Ya afincada en su nueva vida, comenzó a mostrar un mar­cado interés por la histo­ria y la política. Y ese amor que empezó en los tiempos del colegio se convirtió en la carrera que al final elegiría. Al principio en su entorno encontró reticencias: en el año 83 bajo el mandato de Reagan, la inflación era com­pleja. Había varios PHD en política trabajando en gaso­lineras y le pidieron a la niña que buscara algo más útil.

Pero Eva con el mismo arrojo con el que tomó ese avión de niña, decidió jugarse por ese amor y se inscribió en Cien­cias Políticas. Descolló en la universidad y pronto consi­guió su primer trabajo con un congresista. A partir de entonces, su vida ha sido una ruta ascendente que la ha llevado a escalar hasta las más altas esferas, donde trabajó con senadores, dipu­tados y ahora como lobista en el mismísimo Capitolio, con la Alianza de Jubilados Estadounidenses. Eva hoy es el nexo entre ellos y el Con­greso, y se encarga de moni­torear las leyes que afectan a las personas de la tercera edad, a sus pensiones, salud y derechos.

La grandeza de su misión consiste en luchar por una vejez digna.

Es brillante en lo que hace y muy reconocida. Y aun­que ya han pasado muchos años de aquel avión que la alejó de Yegros, ha luchado a lo largo de su historia por ayudar al Paraguay de mil maneras distintas: facilitó alianzas del Congreso ame­ricano con nuestro país y fue quien ayudó a idear junto a un grupo de paraguayos, la Fundación Panambi, que hoy bajo el impulso de Felisa de Kler realiza varios trabajos humanitarios (como el envío de equipos médicos usados y la gestión organizativa de doctores que viajan a ope­rar). Todavía se estremece cuando recuerda la tragedia de Ycuá Bolaños, y a mí me consta su esfuerzo en aquel entonces, para conseguir insumos médicos.

Hasta hoy sigue en con­tacto estrecho con su fami­lia y siempre rescata el infi­nito amor que se tenían sus padres y el culto que hacían a la honestidad. Ellos ya no están, pero el legado sub­siste en el ejemplo de vida. Han pasado ya 46 años de su partida, pero Eva todavía sueña con regresar a jubi­larse al Paraguay algún día. Para eso ha comprado una tierra con sus hermanas en la zona de Encarnación, donde planean una vejez de nuevo juntas, ¡al fin! Llena de anécdotas y risas.

Anhela estar cerca de ese par de niños que conoció y cre­cen en un hogar cristiano, a quienes apadrina y esa vida simple con ellos, con su fami­lia, para ver atardecer el sol con el mismo calor –y amor– que sentía cuando vivía en Yegros, aún siendo una niña.

*Eva Domínguez juega un rol muy importante en las elec­ciones venideras, ya que los jubilados con quienes trabaja conforman el porcentaje más alto de votantes. En estos días sus jornadas son largas, de 12 horas por día.

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