“El retrato cayó a las ocho y media de la noche. A las ocho y media en punto. Comentamos después que fue a esa hora la muerte. No lo sé, mas lo creímos”.
Se dijeron tantas cosas sobre aquella noche trágica del 23 de octubre de 1930. Pero todo a sotto voce. Nada que ofendiera la memoria de aquel inmenso estadista, que con pulso hábil y mano honesta había gobernado el Paraguay.
“Recuerdo sí el retrato. Lo estoy viendo. Una cabeza grande, un rostro enérgico y triangular de frente ancha y alta, y los ojos brillantes, que miraban inquisidores y voluntariosos”.
En cinco años había reorganizado el Estado, la moral y la defensa de la Patria después del golpe anímico y financiero de la Guerra Grande. En el año 30 ocupaba la cartera de Hacienda. Hacía dos años que había dejado de ser presidente del Paraguay.
“Aquella noche el hombre del retrato fue a ver a la mujer no sé en que casa”.
Eligio caminó desde su hogar de la calle Presidente Wilson (que hoy lleva su nombre) hasta la casa de Hilda, ubicada en Manuel Pérez y Samuhú Peré (hoy Juan de Salazar).
Hilda había trabajado para él en el pasado y todavía le cocinaba liviano por sus afecciones estomacales. Hay gente que niega que hubiera habido algo entre ellos más que una vieja amistad, y otros que juran que habían sido amantes. Lo cierto es que en el juzgado dijeron que don Eligio fue a lo de Hilda esa noche y golpeó la puerta varias veces, hasta que acabó entreabriéndose e ingresó al recinto.
“Ella le dijo al otro hombre ahí viene. Eso fue suficiente. Eligio Ayala estaba armado. El otro hombre también”.
Tomás Bareiro, girador del Banco Agrícola, saltó a parapetarse detrás de un macizo ropero, y sin dudar disparó el revólver. Un Smith & Wesson de caño largo y 38 de calibre.
Tres disparos hirieron al ministro: una bala en el brazo, un roce en la oreja y un impacto en el vientre. Eligio cayó al piso, pero a tiempo para extraer su Coltin separable y disparar a su enemigo, hiriéndolo de muerte.
“El tiroteo fue largamente comentado por los perros oscuros de la noche. El otro hombre cayó muerto”.
Se dijeron tantas cosas de aquella noche. Los que hablan de conspiración dicen que lo habían alertado esa misma semana que estaba jurada su muerte, porque su mano rigurosa en las finanzas había arruinado el negocio de usureros y especuladores. Los que hablan de pasión aseguran que fue un duelo entre rivales.
No se sabe si Hilda lloró por uno o por el otro en la oscuridad profunda de aquella eterna noche. Si intentó ayudar a Eligio cuando se incorporó –muy mal herido– o si lo vio marcharse en la orfandad de la penumbra abandonado ya a su suerte.
“Eligio Ayala subió a un coche. Y el coche lo llevó teñido en sangre. Lejos de la mujer y del cadáver de su enemigo”.
Lo cierto es que Eligio caminó dos cuadras hasta el Belvedere, y tomó un taxi.
“Estoy librando horas terribles” –dijo, mientras agonizaba en los umbrales del delirio, en el Sanatorio Masi Escobar. Con él estaba el presidente Guggiari, pero ni los más altos estrados podían intervenir contra la irremediable muerte.
Lo último que dijo fue:
–"Cuiden de mi madre", y exhaló su último suspiro el viernes 24 de octubre a las 14 horas y veinticinco minutos de la tarde.
No se sabe si se refería a doña Manuela de Jesús Ayala o a su patria. Probablemente, a ambas.
"Después de todo eso colgaron el retrato como antes.
El vidrio es cierto estaba roto, pero los ojos aún miraban. Inquisidores y voluntariosos".
*Con la poesía entramada como intertexto en esta crónica, tratamos de reconstruir las últimas horas del gran Eligio Ayala con ayuda de varias fuentes, a noventa años de su muerte. (Entre ellas, la versión del libro de la historiadora Beatriz de Bosio, el relato del doctor Juan ManuelMarcos, y la entrevista que le hizo Lourdes Peralta a Ana Barreto.) La honestidad de este legendario gobernante fue tan ejemplar que en su juicio sucesorio quedó expuesto que sus bienes eran simplemente una casa pequeña, su biblioteca y once mil pesos en el banco.MT ESPECIAL EDUCACIÓN
Con el título “Dejar aparecer”, el fotógrafo paraguayo Juanjo Ivaldi Zaldívar inauguró en Islandia una exposición de retratos de habitantes del pequeño pueblo de Höfn
“El retrato es una forma de crear un espacio con el otro”
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El fotógrafo paraguayo Juanjo Ivaldi Zaldívar se instaló por primera vez en ese alejado territorio en 2009. Ahora vive en Seyðisfjörður, transformado por el contexto, un planeta distinto, como dice. El artista visual nos habla sobre la esencia de su nueva muestra y sus vivencias en la “tierra del fuego y el hielo”.
Por Jimmy Peralta
Fotos Juanjo Ivaldi
El pasado 17 de junio se habilitó en Islandia la muestra “Dejar aparecer”, del fotógrafo paraguayo Juanjo Ivaldi Zaldívar, una propuesta coordinada por Auður Mikaelsdóttir que presenta un centenar de retratos de ciudadanos de Höfn, un pueblo de alrededor de 2.200 habitantes, donde el compatriota vivió un tiempo. “Dejar aparecer” es una forma de buscar pasivamente el momento artístico, tanto para permitir que este logre manifestarse, en este caso la imagen frente al observador, así como para el artista permitirse ver y captar la obra, en el caso de Juanjo, registrar con la cámara con el máximo respeto al retratado.
Ivaldi vive su segunda estadía en la isla. En 2009 fue por primera vez, para volver en 2014. Cinco años después volvió a instalarse y a revivir la conexión que le permite ese planeta que se le representa como Islandia, como paisaje y humanidad como contexto. “En el retrato, lo esencial no se fabrica: se revela”, cita el texto de convocatoria a la muestra. Juanjo habló con La Nación del Finde sobre esta iniciativa, su experiencia en Islandia, y la búsqueda ética y estética que propone él con esta colección.
“Cada persona me mostró algo nuevo de la forma de ver la vida que tienen los islandeses”, cuenta Juanjo al hablar sobre esta experiencia artística
–¿Cuál tu primera vinculación con Islandia antes de ir y la primera en construir al llegar allá?
–Pensar en esto me llevó directo a una memoria de una sala de fotografía con un piso de ajedrez en el “Instituto de la imagen”. Coincidentemente, la primera vez que escuché sobre Islandia fue en un curso de fotografía que tomaba en Paraguay, allá por el 2006 o 2007, no recuerdo muy bien. Alguien puso música de Sigur Rós… ese sonido… lejano, como si viniera de otro mundo. Hoy, mientras te respondo a estas preguntas, vuelvo a poner Sigur Rós y preparo un café. Mi primer vínculo real con Islandia fue por Sunna, una mujer bellísima de estas tierras, a quien siempre voy a estar profundamente agradecido por invitarme a llegar hasta acá. Con ella tuvimos una relación de jóvenes curiosos en esos años, y un día me dijo: “¿Por qué no nos vamos a Islandia?” Yo le dije “¡Jaha!”. Y bueno, fue así como Islandia pasó de ser ecos sonoros (primero conocí su música), después solo imaginación, a convertirse en un hogar.
Llegar desde Paraguay en 2009, con 25 años, fue como aterrizar en otro planeta, Islandia es otro planeta. Recuerdo un paisaje más negro que verde: extensiones de lava, montañas, cielos inmensos, inmensidad más inmensidad, bum, un aura boreal, 24 horas de día, 24 horas de noche y silencios. Hermosos silencios. No era el Islandia “turístico” de hoy, era un país más reservado, lleno de barrios y a la vez más salvaje. Esa naturaleza en todas sus formas, honesta, me atrapó de una forma que nunca imaginé. Creo que, en ese primer invierno, mientras la nieve caía sobre un planeta que apenas empezaba a conocer, supe que algo en mí también estaba cambiando. Para siempre.
–¿Cómo definirías al retrato, y cómo lo diferenciarías de otras formas fotográficas?
–Para mí, el retrato es una forma de crear un espacio con el otro. No es una imposición de la mirada, del “yo fotógrafo” quiero que vos persona hagas esto para que el “yo fotógrafo” sobresalga. En mi experiencia, un retrato ocurre cuando el otro puede emerger, cuando no se lo interrumpe ni se lo fuerza a ser algo. En este sentido, lo diferencio de otras formas fotográficas que a veces buscan captar lo espectacular, lo inmediato o lo evidente. El retrato, en cambio, es más lento. El retrato es espera. Uno se queda esperando un gesto, una pausa, un silencio donde algo del otro se revele. Es como transitar el mundo analógico de la fotografía. Suele haber un segundo donde la persona decide darte algo, o a veces se le escapa, porque siempre está ahí. En mi búsqueda del retrato, no trato de fabricar una imagen, sino dejar que algo que ya está, como la dignidad, una verdad, incluso una herida, se asome, de formas diferentes. Y cuando hay escucha, cuando hay tiempo, ahí entre dos personas, esa imagen puede convertirse en un espejo donde alguien se reconozca con una dignidad que quizás había olvidado. Por eso, para mí, retratar es también un acto de respeto.
Para realizar este trabajo tuvo que viajar todos los fines de semana, durante tres meses, al poblado de Höfn (foto) ubicado a unos 150 km de Seydisfjördur, su lugar de residencia
EL TRAYECTO
–¿Cuándo empezó a tener forma de muestra esta colección de fotos?
–Esta última exhibición de retratos tiene sus raíces en una experiencia previa del año 2023, cuando trabajé junto a Greta Clough en una región del norte de Islandia. Allí realizamos una serie de entrevistas y retratos que culminaron en la muestra Fl(j)óð, una exposición fotográfica centrada en mujeres de origen extranjero que vivían en Húnaþing Vestra. Compartimos las historias de 33 mujeres de la comunidad, celebrando sus raíces y abriendo espacios de reflexión sobre el lugar que ocupan las mujeres inmigrantes dentro de la sociedad islandesa. Este proyecto fue muy bien recibido y tuvo buena cobertura mediática en el país. Inspirada en esa experiencia, Auður Mikkelsdóttir se puso en contacto conmigo con la idea de hacer algo similar en Höfn, una localidad del sureste a donde llegamos juntos con Tess Rivarola en 2019 y donde vivimos por más de un año. Esta vez, el enfoque estuvo puesto en las y los habitantes de la comunidad. Así comenzó esta nueva etapa.
Durante tres meses hice lo que más me gusta en la vida; manejar en ruta islandesa, escuchar música y fotografiar. Viajé desde Seydisfjördur (un pequeño fiordo del este donde vivimos desde el 2020) a Höfn todos los fines de semana, unos 150 km, atravesando dos rutas de montaña que alcanzan los 600 metros de altitud y no pocas veces están cubiertas de niebla. Conocí y fotografié a 114 personas. En cada encuentro conocí algo nuevo de esta cultura. Tomé café como nunca antes en mi vida. Acá cada vez que llegas a una casa no importa la hora que sea te invitan café. Cada persona me mostró algo nuevo de la forma de ver la vida que tienen los islandeses. Y así fue tomando forma la muestra: como un retrato colectivo que busca reflejar la diversidad del pensamiento, la memoria compartida y lo cotidiano de quienes habitan este rincón del sureste islandés.
“Islandia me ha dado algo valioso: la posibilidad de mirar con más atención, de reinventarme, de sanar, de perdonar, de crecer de muchas formas”, dice Juanjo Ivaldi Zaldívar
–¿Qué sensaciones o intenciones conectan o vinculan entre sí a las fotos de esta muestra?
–Una serie de fotografías puede narrar una historia, pero en esta muestra de retratos el hilo no es argumental. No hay un relato lineal, sino una atmósfera que se construye desde la escucha. Para cada retrato, lo único que pedía era que la persona eligiera el lugar donde quería ser fotografiada. Algunos escogieron sus casas; otros, los caminos donde pasean con sus perros. Algunos volvían a las granjas de sus abuelos, a los establos donde cuidan caballos, ovejas o gallinas. Esas elecciones no fueron casuales: en esta serie de retratos el paisaje no es fondo, es parte del cuerpo. Creo también que lo que une estas imágenes es una intención compartida porque para ser retratado hay que querer ser visto.
En muchos de estos retratos se puede leer el arraigo profundo que cada islandés tiene con su tierra. Para muchos, decir “soy de tal lugar” es un acto de orgullo. Y no es solo una frase: es literal. Algunos nunca salieron de su pueblo Son de ahí, y lo son a mucha honra. Cada persona retratada iba trayendo una nueva perspectiva; su forma de pensar. Y, sin embargo, algo se repetía, remitiendo a algo ya escuchado antes, al otro lado de la isla. Y así se fue tejiendo más o menos, una sensación de intimidad, de presencia, de pertenencia. Quizás lo que une estas imágenes no sea lo que se ve, sino lo que se intuye: una vibración, una confianza, una forma de mirar que no busca transformar, curiosea. Lo que deseo es que cada retrato sea una puerta entreabierta entre la presencia y el misterio.
La muestra, que forma parte de los festejos por el aniversario de independencia de Islandia, quedará abierta hasta el otoño boreal
OBSERVACIÓN Y ESPERA
–¿Cómo llegás vos a la idea de “dejar aparecer” y qué pensás que te aporta como fotógrafo en el contexto donde te manejás?
–El concepto de “dejar aparecer” lo tomo prestado de Humberto Maturana, biólogo chileno, quien plantea que amar es permitir que el otro sea, sin forzarlo a cumplir con nuestras expectativas. Me quedó resonando, y con el tiempo entendí que eso también era lo que yo buscaba al retratar. Coincide con mi manera de aproximarme al retrato, no desde la dirección ni la construcción, sino desde la observación y la espera. Yo no me siento tanto un fotógrafo que “arma” imágenes, sino alguien que observa, que acompaña. En el contexto donde vivo, el “countryside” de Islandia, el tiempo se percibe de otra forma, las personas tienen otras formas de relacionarse. En el momento del retrato, las personas acá pueden llegar a ser muy cerradas para nosotros los “sudacas”. Pero eso es una interpretación desde una expectativa del otro. Aquí, se vuelve clave ser observador, quedarse quieto. Acompañar el silencio entre los dos, acompasar el momento. Aquí no se pueden forzar las cosas. Entonces uno, como fotógrafo, va generando el espacio, las condiciones donde la persona pueda mostrarse, si quiere, si lo siente. Puedo decir hoy que “dejar aparecer” se ha vuelto para mí una ética del mirar y del convivir.
–¿Podrías comentarnos algo de Höfn?
–Höfn es un pequeño pueblo al sureste de Islandia, rodeado de playas negras, glaciares del Parque Nacional Vatnajökull y montañas que respiran con el clima. Tiene tormentas de viento, neblinas… y unos amigos maravillosos. Llegamos allí con Tess Rivarola en mayo de 2019. Hay algo en su paisaje: el viento te habla, o la luz cambia de golpe y te muestra otras formas. A primera vista puede parecer un lugar aislado, pero después de esta experiencia fotográfica me di cuenta de que tiene una vida comunitaria generosa. Vivimos un año con Tess en las afueras de Höfn, Hólmur, en una casa amarilla, con el glaciar como jardín. Después de esa experiencia armamos una exhibición en conjunto: con poesías de Tess y fotografías mías, que se llamó “Mirada extraviada”. Tess tiene mucho que ver con mi desarrollo como artista. Me empujó a buscar más profundidad, a ir más allá. Exige como loca, y eso sirve muchísimo.
Más de un centenar de pobladores de Höfn se ven retratados en una colección de imágenes que a los ojos del fotógrafo representa “una ética del mirar y del convivir”
–¿Cómo es tu vida allá?
–Ahora vivimos en Seyðisfjörður, en el este de Islandia, a 661 kilómetros de la capital. Mi vida hoy es bastante tranquila, ya no farreo tanto, también intensa en otros aspectos. En el día a día cocino, saco fotos, tomo helado, voy a nadar, chismoseo con la gente, me plagueo… y otras cosas que no te voy a contar porque seguro que mi vieja va a leer esto. Siento que, en lugares como estos, donde el tiempo se mueve más lento, uno puede escuchar mejor. Mirar las cosas en sus diferentes formas y estados.
Escuchar a los demás, y también a uno mismo. La naturaleza no es solo un complemento o una foto para Instagram: es un personaje más que convive entre nosotros, con el que uno dialoga todos los días. Te guste o no. Reykjavik, Höfn, Seyðisfjörður… Islandia me ha dado algo valioso: la posibilidad de mirar con más atención, de reinventarme, de sanar, de perdonar, de crecer de muchas formas. De vincularme con la gente de otra cultura, desde las diferencias y el respeto. Y de construir un ritmo de vida más acorde con lo que necesito en este momento.