La tragedia que sufrió Nagasaki, la cuarta ciudad industrial japonesa, en la mañana del 9 de agosto de 1945, casi siempre ha sido una simple acompañante de lo ocurrido con su hermana Hiroshima, la otra ciudad que tres días antes se había convertido en la primera en sufrir en carne propia el terror nuclear, inaugurando una era muy dolorosa como peligrosa para la humanidad.

Por Juan Carlos dos Santos

Periodista y analista de datos

Se cumplen tres cuar­tos de siglo en que un destello nuclear, seguido de una intensa onda de calor, radiación y vientos, acabó con la vida de al menos 40 mil personas en una ciu­dad costera del Japón y que dio comienzo a un calvario para otras 80 mil, que mori­rían durante los siguientes meses y hasta años después.

Nagasaki ni siquiera estaba en los planes para ser atacada, incluso tres meses antes que Harry Truman, el presi­dente de los Estados Unidos de América en ese entonces, diera su autorización para efectuar el bombardeo ató­mico, que tal como lo habían pensado, llevaría al Japón a tomar la decisión de ren­dirse de manera incondicio­nal. Hiroshima siempre fue la “candidata” ideal, pero se necesitaba de otro blanco. Primeramente apareció el nombre de Yokohama, pero esta ciudad destruida casi tanto o más que Dresde en Alemania, por los intensos ataques aéreos con bombas convencionales de los aliados, llevó al alto mando nortea­mericano a buscar otro lugar.

Kioto y Kokura parecían cumplir las condiciones ideales, pues eran ciudades industriales bastante pobla­das y casi intactas en lo refe­rente a ataques aéreos, lo que permitiría a quienes esta­ban a cargo de este proyecto poder comprobar, sin dudas, los efectos destructivos del monstruo nuclear que había creado el Proyecto Manhat­tan y que fuera probado casi un mes antes en el desierto de Alamo Gordo, Nuevo México. Tampoco cuando se descartó a Kioto por ser capital Impe­rial del Japón, Nagasaki no apareció en la lista, pero necesariamente la elegida Kokura necesitaba una ciu­dad que la reemplace en caso de cualquier inconveniente, que como sabemos hoy ocu­rrió horas antes del ataque.

“La suerte de Kokura” es una expresión japonesa nacida aquella mañana del 9 de agosto de 1945, cuando la tripulación del bombar­dero B-29 decidió por propia cuenta que sobre esta ciudad, también industrial, no exis­tían las condiciones climáti­cas ideales para que el lan­zamiento de la carga nuclear fuera preciso. Pero no hubo ninguna improvisación en esta decisión, pues Naga­saki ya formaba parte del plan si algo impedía lanzar a Fat Man (El Gordo) sobre Kokura. El jueves 9 de agosto de 1945, tras descartar total­mente a Kokura como blanco primario, el B-29 “Bockscar” no tuvo más alternativa que dirigirse cien kilómetros hacia el sureste para encon­trarse de nuevo con un cielo poblado de nubes.

Pero cuando estaban por deci­dir abortar definitivamente la misión, lo cual implicaba dejar caer la bomba en algún lugar del Océano Pacífico antes de regresar a la base más próxima, exactamente a las 11:02, un hueco entre las nubes permitió al artillero de cola observar a Nagasaki y entonces dejaron caer la pesada estructura metálica con su carga atómica en el interior, sellando la suerte de casi 40 mil seres humanos en ese preciso instante y de otras decenas de miles, meses des­pués, algo que les fue negado por las nubes que protegieron a la afortunada Kokura.

“FAT MAN”

“El Gordo” con sus 4.630 kilos y 3,25 metros de lon­gitud más 1,52 de diámetro, transportaba en su interior una carga nuclear de plu­tonio-239, a diferencia del uranio-235 que contenía “Little Boy”, la bomba ató­mica que destruyó a Hiros­hima. La carga atómica esta­lló 470 metros antes de tocar el suelo de Nagasaki, gene­rando una onda expansiva que hizo que la temperatura se aproximara en un instante a 4.000 °C, desarrollando una violenta tormenta de calor y radiación simultánea, con vientos de hasta 1.005 km/h, 2,5 veces superior a la máxima ráfaga de viento registrada por una estación climática, el 10 de abril de 1996 en la costa noroeste de Australia. En solo milé­simas de segundos, todo ser viviente que se encontraba en un radio de 3,5 kilómetros del punto donde detonó el arte­facto nuclear simplemente se evaporaron.

La bomba de plutonio que fue arrojada sobre Nagasaki era más potente y destructiva que la de Hiroshima, pero, aunque parezca extraño, causó menos destrucción y muerte. La ciudad, de alguna manera, en un intento de la naturaleza por compensar su desafortunado destino, fue protegida por las montañas entre las cuales durante siglos fue creciendo de manera desordenada. Para finales de 1945, se estimaba que 80 mil personas más habrían muerto a consecuencia de la radiación que generó el bombardeo atómico. 

Cuando tomó conciencia de la catástrofe que habían sufrido las dos ciudades de su imperio, Hirohito ya no dudó ni puso condiciones como cuando quince días antes había sido conminado en Postdam (Alemania) por Estados Unidos, Gran Bretaña y China a rendirse totalmente, cuando la suerte de su país ya estaba sellada. Entre el 14 y el 15 de agosto de 1945, Hirohito se rindió de manera incondicional poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial, la “aventura” bélica que abrió las puertas al monstruo atómico, que muchas veces estuvo a punto de acabar con el planeta entero e incluso lo sigue amenazando hasta el día de hoy. Quizás el mundo entero se haya contagiado con “la suerte de Kokura”.

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