Por Bea Bosio

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Cuando empezó la pandemia, lo pri­mero que hizo Javier fue pensar en ella. ¿Cómo estaría? No se atrevía ni siquiera a hablarle después de aquella historia que había descolocado a ambos de tal manera que ni siquiera pudieron salvar la hermosa amistad que los unía. (Aquel lugar sagrado que habían construido juntos porque ambos sabían que sus tiem­pos no coincidían).

Javier estaba terminando un matrimonio. Todavía en convivencia, pero ya de salida. Y Sofía, aunque estaba sola, era su alumna. Se había anotado en un curso que él daba en la uni­versidad y tendría que pasar un semestre entero para que fuera ético concebir la relación de otra manera. Y el tiempo pasó y la amistad se arraigó en mil cosas com­partidas, y fue un lugar tan especial que Javier hasta llegó a dudar que alguna vez las cosas cambiarían. Pero en la noche de gradua­ción Sofía se animó por fin a salirse de la raya y aque­lla osadía se extendió a un verano que los tuvo querién­dose tanto que llegaron a pensar que estarían juntos toda una vida.

(Lástima que acabara siendo la eternidad tan efímera).

Por eso, cuando Sofía vio el nombre de Javier en la pan­talla al empezar la pande­mia dio un respingo, entre asustada y sorprendida. Habían pasado ya dos años de aquella ruptura y afron­tar ese mensaje sería abrir de nuevo una caja de Pan­dora. Trató de calmar su corazón que latía con fuerza y sintió rabia de que toda­vía Javier tuviera ese efecto sobre ella. Le vinieron mil recuerdos a la cabeza: el amor a destiempo. Los des­encuentros. Las peleas. Y el deseo que no habían vuelto a sentir desde aquel verano feliz con tanta fuerza.

“¿Estás?”, insistió Javier expectante con todo lo que implicaba esa pregunta.

Ahora que acechaba esta suerte de fin del mundo, ya no tenían el mismo peso las diferencias. Había tra­gado rencores y orgullos. Simplemente quería verla. Ni siquiera sabía si estaba sola. Pero no iba a perderse en titubeos esta vuelta.

Sofía pensó dos veces antes de escribir (o no) una respuesta. Había intentado olvidarlo en historias más simples. Menos complejas. Siempre le inco­modó la vulnerabilidad que Javier despertaba en ella. Esa intensidad tan profunda que podía ser el averno y el mismo cielo sobre la tierra. Pero ahora que el mundo se caía, ¿qué más daba volver a arriesgarse a caminar en la cornisa…?

Respiró profundo y tecleó solo una palabra:

“Estoy”.

Y a Javier le volvió el alma al cuerpo en forma de sonrisa.

(Porque si había algo en donde ambos coincidían es que si el mundo de ver­dad iba a caerse, que fuera al menos bien acompañado y con quien valiera la pena renacer desde las cenizas).

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