• Juan Carlos dos Santos
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En un rincón estratégico del sur de Asia, la democracia más grande del mundo viene librando de manera silenciosa pero persistente, una batalla contra una amenaza que trasciende las urnas: el extremismo. India, con sus más de 1.460 millones de habitantes, se ha convertido no solo en un gigante económico y tecnológico, sino también en un blanco recurrente de atentados y actos violentos promovidos por grupos que operan –y a menudo prosperan– en territorio paquistaní.

Desde el ataque al Parlamento indio en 2001 hasta los atentados de Bombay en 2008, pasando por el atentado suicida de Pulwama en 2019, India ha enfrentado una cadena sistemática de agresiones que buscan, no solo sembrar el terror, sino también erosionar su cohesión interna. Estos actos no son aislados: están vinculados a organizaciones como Jaish-e-Mohammed y Lashkar-e-Taiba, grupos extremistas islámicos que, según Nueva Delhi y organismos internacionales, cuentan con respaldo logístico e institucional dentro de Pakistán.

Mientras tanto, India ha intentado responder sin renunciar a su marco institucional. Ha optado por operaciones quirúrgicas transfronterizas, presión diplomática y fortalecimiento de su seguridad interna, todo bajo el paraguas de un Estado de derecho. El mismo país que alberga más de 900 millones de votantes mantiene su estructura democrática incluso ante provocaciones que harían tambalear a otros regímenes menos estables.

Esto no significa que India esté exenta de críticas internas. El auge del nacionalismo hindú, las tensiones en Cachemira y el manejo de los derechos civiles son elementos que también forman parte de su compleja realidad. Sin embargo, frente a un enemigo que promueve la desestabilización desde la fe armada y la política del caos, la institucionalidad india sigue siendo su principal línea de defensa.

Pakistán, por su parte, mantiene un doble discurso. Por un lado, se presenta como socio internacional en la lucha contra el terrorismo; por otro, su aparato de inteligencia y su falta de control sobre grupos armados evidencian una permisividad peligrosa. La línea de control en Cachemira se ha convertido en una línea de fractura entre dos visiones del Estado: una democracia imperfecta pero funcional, frente a un país atrapado entre el poder militar y los intereses religiosos radicales.

India no solo defiende sus fronteras. Defiende un modelo de país plural, laico, que se debate entre sus contradicciones, pero que aún cree en el voto, en la ley y en la palabra como forma de resolver conflictos. En tiempos donde el extremismo se disfraza de causa nacional o religiosa, ese compromiso merece ser reconocido.

Hay que seguir atentamente como se va desarrollando esta situación, que si escala, puede llegar a ser muy peligrosa a nivel global pues estamos hablando de dos potencias nucleares.

Etiquetas: #India#amenaza

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