EL PODER DE LA CONCIENCIA

Hace casi 30 años atrás, cuando comenzaba en Noticias el diario, el periodismo me brindó una gran aventura. Era enero, muchos de los reporteros gráficos estaban de vacaciones cuando llegó una invitación de Fuji para participar de un “safari fotográfico” nada menos que al Pantanal. Una compañera, Bettina Vera, amablemente me prestó su Pentax K-1000, me dio nociones básicas de cómo funcionaba y me subieron al barco.

No alcanzaría este espacio para describir las maravillosas imágenes de las que fuimos testigos navegando en el buque Carlos A. López, desde visitar la comunidad de los yshyro ybytoso y sus chamanes pintarrajeados en carchavalut, hasta la bóveda celeste cargada de estrellas que recortaba la figura de los cerros que nos miraban al pasar.

Llegamos a Corumbá. El calor era indescriptible. Un trapo húmedo en la cabeza y encima el sombrero pirí calmaba en parte la sofocante temperatura, pero no había tiempo para quejas. A media mañana subimos a un bus para ir a almorzar en una “fazenda”. Tomamos una ruta asfaltada y luego un camino de tierra. Cruzamos varios cauces, cuyas aguas corrían rápidamente a un metro de altura de la estructura de madera.

A las 11:30 llegamos y comenzamos a recorrer el lugar. Vimos cómo un lejano charco de agua se hacía cada vez más grande y se acercaba hacia donde estábamos con el asado. Nos advirtieron que tuviéramos cuidado porque las víboras venían huyendo de la crecida, que era tan rápida, así como normal que cualquier día amanecieran las vigas del techo de la choza llenas de racimos de serpientes y la cama tomada por el agua.

Fue una invocación. El grito de una de las chicas nos alarmó; es que, parsimoniosa, una “yaracuzú” o yarará akã kurusu (víbora con una cruz en la cabeza) se acercaba huyendo de la subida de las aguas. La mordedura de ese ofidio era mortal. En 15 minutos no había más nada que hacer, así que recomendaban sentarse y rezar a esperar a la muerte.

Otra serpiente pasó más veloz y otra y otra. Con tantas emociones busqué un tronco caído para descansar, pero al acercarme dos ojitos brillaron desde el hueco de la madera.

A causa del peligro, almorzamos en un ambiente tenso. El guía nos recomendó apurar el regreso. Y no era para menos, puesto que al pasar por el mismo puente por el que habíamos ido, el nivel del agua ya comenzaba a rebasar por encima de la madera. Había crecido más de un metro en unas dos horas.

Con nosotros iba un ecologista, quien explicó que el Pantanal era como una gran esponja que se llenaba con las lluvias de enero y que luego se iba descargando lentamente alimentando el río Paraguay.

Era 1996 y por primera vez escuché la advertencia. Por entonces no existía lo que hoy conocemos como la hidrovía Paraguay-Paraná y el ecologista decía que la intención del Gobierno era eliminar algunos pasos para hacer más navegable el río, pero eso haría que la esponja se vaciara más rápidamente y que el río se secara. Claro, eso era una exageración, un imposible de una persona con problemas mentales que quería llamar la atención. ¿Secarse el río Paraguay? ¡Qué tontería!

Pasaron 30 años y el río Paraguay cada vez se parece más a esas escuálidas serpientes del Pantanal. Se muere y no es el único; también la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres de Colombia informó hace dos días que el Amazonas se redujo hasta en un 90 % en los últimos tres meses. Los ecologistas de hoy culpan de la sequía al cambio climático, al calentamiento global, pero ¿cuál es la verdad?

¿Modificar los pasos del cauce natural llevó a que el río agonice? ¿Serviría de algo crear barreras como las del canal de Panamá para que las aguas fluyan más lentamente como antes? Millones de animales silvestres y ganado dependen de esas aguas, así como peces, pescadores ribereños, indígenas, plantas y hasta las aves. Incluso las personas de las ciudades, que procesan el agua para beber.

Es hora de que las autoridades analicen con seriedad la situación y busquen una solución. No podemos seguir culpándole al clima y al humor de El Niño o de La Niña sin hacer algo. Todos usan el río, pero nadie lo cuida realmente.

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