- Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Asombra que personas con formación académica, con el pretexto de enjuiciar críticamente el presente, utilicen el argumento de que durante la dictadura de Alfredo Stroessner, a diferencia de ahora, era posible debatir. Se puede censurar, condenar, repudiar y hasta privar de legitimidad a determinados actos de un proceso político, pero nunca profanando la memoria de quienes fueron amordazados y silenciados físicamente por el solo hecho de pensar diferente. En el sopor de esa larga siesta de 35 años –en la brillante definición de Elvio Romero, exiliado en Buenos Aires– el pueblo tenía arrebatado uno de los elementos sustanciales para el intercambio de ideas: la libertad de expresión, con diarios y radios arbitrariamente acallados. Pero no solo nuestro poeta mayor sufría la injusticia de la expatriación, sino, además, Augusto Roa Bastos, el más universal de los escritores paraguayos. Ambos eran poseedores del arma más temible por ese régimen sombrío y criminal: la palabra. Y completaba la trilogía el maestro José Asunción Flores. Miguel Ángel Soler (comunista) y Agustín Goiburú (colorado) pagaron el alto precio de sus propias vidas por sus agudas reflexiones que desnudaban la barbarie del déspota y sus métodos de sistemática represión. Óscar Creydt y Epifanio Méndez Fleitas murieron en el atardecer de sus destierros sin que puedan reencontrarse con su tierra y su gente.
Vayamos al karaku del asunto: los “debates” en la época de la dictadura estronista. Los brutales apaleamientos, detenciones y torturas de estudiantes y obreros en 1959, movilizaciones iniciadas en 1958 con una huelga general, terminaron con la disolución del Parlamento, del sistema unicameral y, de yapa, unipartidario. ¿El detonante? La famosa “nota de los 17″ . El documento, fechado el 12 de marzo del 59 y dirigido al presidente de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana (ANR), Tomás Romero Pereira, solicitaba la intermediación partidaria para alcanzar las siguientes medidas: a) Levantamiento del estado de sitio; b) Promulgación de una ley de amnistía amplia, y c) Vigencia plena de las libertades de prensa, reunión, asociación, etcétera.
A tal acuerdo pretendían llegar para el 1 de abril, al inaugurarse el periodo de sesiones de la Cámara de Representantes. Y con el afán de reafirmar el ideal del espíritu plural y abierto del Partido Nacional Republicano incorporaron en la carta la necesidad de invitar “a los partidos democráticos de la oposición a nombrar representantes que, juntamente con los que designare el Partido Colorado, formarían una Comisión Interpartidaria con el fin de cambiar ideas y sugestiones sobre la manera de orientar, por las vías pacíficas y en el tiempo más breve posible, el proceso de normalización institucional del país, inclusive la Asamblea Nacional Constituyente para reformar la Carta Política de 1940″. Pero Alfredo Stroessner no quería dialogar. Su reacción fue una anticipación de lo que vendría en los siguientes 30 años, es decir, la diáspora de todo aquel que se animase a contradecir o cuestionar sus exabruptos autoritarios.
En puridad, el único espacio de ensayo de debate fue la Convención Nacional Constituyente de 1967, digo ensayo porque las potentes y respetables voces de los no alineados al régimen, sus propuestas y refutaciones, quedaron sepultadas bajo una multitud de monólogos uniformes y direccionados hacia la construcción del poder absoluto. Por eso la alegría y el optimismo de la oposición duraron poco, pues Stroessner nunca pensó en irse del poder. Así que en 1977 enmendó la Ley Fundamental para proceder a su reelección indefinida, en una asamblea integrada exclusivamente por colorados que habían abdicado de sus convicciones para someterse a los caprichos del sátrapa.
En ese lapso ya se habían perpetrado las más graves violaciones de los derechos humanos, incluyendo torturas, exilios, desapariciones forzadas y asesinatos. Ese mismo año, 1977, se funda el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) y sus más meritorios exponentes optan por enfrentar al dictador desde las trincheras de la abstención. Lo que vino después fue una parodia de la representación parlamentaria, ya con dos cámaras, con una oposición funcional al Gobierno, en tanto que algunas mentes ilustradas del oficialismo quedaron deslucidas por su abyecta laudatoria al “único líder”. Al que rozara siquiera una línea discordante le aguardaba el ostracismo y algo peor.
La periodización de esta dictadura pareciera que se mide por líneas de tiempo de diez años que terminan en el número 7. Para no variar, el 1 de agosto de 1987, bajo la explícita orden de Stroessner, los denominados “tradicionalistas” son impedidos por las fuerzas policiales de ingresar a la Junta de Gobierno, quedando la convención en manos de los llamados “militantes”, quienes habían jurado lealtad “hasta las últimas consecuencias” –esto es, morir si es necesario– al longevo opresor del pueblo paraguayo. No hubo, por tanto, debate, sino discursos de ungimiento y santificación. Al año siguiente, 1988, se tendría la versión más escatológica del Poder Legislativo.
Por eso extraña que personas académicamente calificadas, repito, apelen a los usos políticos de la historia, que deben entenderse como “la manipulación de los datos históricos en función de objetivos del presente, de manera tal que el afán de conocimiento suele resultar así desfigurado (…). La única manera de que la historia sea de utilidad a la política es ofrecer frutos que no hayan sido condicionados y deformados por intereses políticos con resultados que padecerán tanto la historia como la política” (José Carlos Chiaramonte, en Usos políticos de la historia. Lenguaje de clases y revisionismo histórico). Y el hilo conductor de este intento de “revisionismo” es un mismo medio de comunicación.
Es obvio que el gobierno de Santiago Peña ofrece costados débiles. De mi parte, distingo dos muy claros: la falta de iniciativas para construir amplios consensos puntuales más allá de las mayorías propias –siempre veleidosas– y una deficiente gestión comunicacional. Pero, de ahí a establecer un paralelismo con la dictadura de Stroessner e, incluso, concederle a este último algunos puntos de ventaja en cuestiones de debate, me parece un absurdo semántico y un despropósito histórico. Solo hay que mirar estos breves relatos que objetivé como ejemplos. El debate no se agota entre las paredes del Congreso de la Nación, sino que se extiende, como diría Roa, al “foro de las calles”, que es donde nacen las democracias. Buen provecho.