- Por el Hno. Mariosvaldo Florentino
- Capuchino
En el evangelio de este domingo la Iglesia nos presenta la interesante figura de santo Tomás en su duda sobre la resurrección de Jesús. Era demasiado fuerte para él creer que aquel hombre que fue torturado, desfigurado, clavado en una cruz y por fin, hasta perforado con una lanza, pudiera estar vivo de nuevo. Humanamente esto era imposible. Solamente el Dios, que puede hacer nueva todas las cosas, podría realizar una maravilla tan grande.
Sus compañeros le dijeron que habían visto al Señor en el día mismo de Pascua, pero Tomás tenía dudas. A lo mejor pensaba que los demás apóstoles, tan abalados por lo acontecido habían tenido una visión o estaban intentando encontrar algún consuelo, huyendo de la triste realidad de la terrible muerte de Jesús. El hecho es que él se muestra muy incrédulo: “No creeré sino cuando vea la marca de los clavos en sus manos, meta mis dedos en el lugar de los clavos y palpe la herida del costado.”
En su incredulidad Tomás hasta se parece a muchas personas de nuestro mundo de hoy, a quienes les cuesta mucho creer en las verdades de la fe. Son muchos los que aún hoy piden pruebas concretas para que “puedan” creer.
Con todo, tenemos que saber que existen dos tipos de incrédulos: unos son aquellos que no creen, pero están abiertos y hasta les gustaría creer, o mejor, están en la búsqueda de la verdad; y otros son incrédulos, que decidieron ser así, que están cerrados, que se construyeron una protección ideológica y tienen miedo de todo lo que les pueda desinstalar. Se hacen ciegos e incapaces de ver hasta las evidencias más concretas. Delante de todas las pruebas, siempre encontrarán un pero. Son fanáticos de su incredulidad y la defienden con obstinación.
Tomás es ciertamente uno de los incrédulos del primer tipo, de aquellos que quiere creer. Él desea sinceramente estar seguro de que Jesús está vivo y resucitado. Su voluntad de colocar el dedo en las heridas de Jesús no es para hacerle mal al Señor, sino para sanar su duda, pues al final el profeta Isaías ya había dicho que “en sus heridas nosotros seremos sanados”.
Tomás no conseguía a sus compañeros, pero quería mucho encontrarse con Cristo resucitado. Es por eso que ocho días después él también estaba allí, en el mismo lugar, en la reunión de los apóstoles. Él no había creído, pero igual se fue al nuevo encuentro el domingo siguiente. Él no estaba huyendo del Señor, al contrario, aun con dudas, lo estaba buscando. Es impresionante la sinceridad de este hombre. Y Jesús vino a su encuentro y le dijo: “Ven acá, mira mis manos, extiende tu mano y palpa mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.”
El evangelio no nos dice si realmente Tomás lo tocó, o si bastaron lo que sus ojos vieron, pero sí nos dice su profesión de fe: “Mi Señor y mi Dios”. Es la primera vez que los evangelios narran que uno de los apóstoles expresa con claridad la fe de que este Jesús, que vivió y caminó con ellos, es Dios y Señor.
Creo que todos nosotros tenemos o debemos tener un poco de santo Tomás. Nadie de nosotros debería contentarse solamente con lo que los otros dicen. Nadie de nosotros debería creer que Cristo está vivo y resucitado solo porque nuestros padres o los catequistas o los curas un día nos dijeron, sino que debemos creerlo porque hemos comprobado en nuestras vidas la fuerza de su resurrección y porque lo hemos encontrado en nuestros caminos y nos dijo a través de los hechos: “en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”.
Y, si tenemos dudas, pero de verdad queremos creer, debemos hacer como santo Tomás: colocarnos en su camino, buscar la reunión de la Iglesia, participar en la misa y en las oraciones y decir a todos “yo quiero sentirlo, yo también quiero tocar sus heridas, yo también quiero ser hombre de fe”, pues solamente así cada uno de nosotros podrá confesar con todo el corazón que Jesús de Nazaret es “mi Señor y mi Dios”.
El Señor te bendiga y te guarde.
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la paz.