EL PODER DE LA CONCIENCIA

Por Alex Noguera

Periodista

alexnoguera230@gmail.com

No era un día normal, sino el 1 de julio, fecha en que debía dar su informe de gestión. En la mano sujetaba con fuerza el papel que había leído por enésima vez y en el que describía todos sus logros y los iba a recitar esa mañana, en el Congreso, para que toda la ciudadanía supiera en qué condiciones se encontraba el país.

Antes de salir, él se miró al espejo. Pulcro, con su traje impecable, como lo exigía el protocolo. Un extraño escalofrío le recorrió la espalda. ¿Fue un segundo de temor? ¿De duda? No supo responder, sin embargo no había tiempo para pequeñeces. Había que hacer lo que había que hacer y punto.

Horas después, sentado, pensaba.

Como lo había previsto, las críticas fueron más que los elogios. Incluso el quiebre emocional cuando casi se le escapó una lágrima y encomendó el destino del país a Jehová fue resaltado por los mismos de siempre, que catalogaron ese momento de sinceridad como una farsa. Pero había que confiar en Dios porque la amenaza de la pandemia era real y las apuestas sobre el futuro estaban muy divididas.

No era un día normal, horas antes todos los respiradores del sistema de Salud de Alto Paraná estaban ocupados y esa chica de 18 años precisaba uno de forma urgente. Tenía covid-19, pero además desde niña diabetes, y el cuadro se complicaba a causa del deterioro de sus riñones.

Antes de salir, él se miró al espejo. Pulcro, aunque con traje prestado, pero traje al fin, para ir al funeral de la joven. En ese momento se preguntó por qué Dios había permitido que muriera. Trató de consolarse cuando se repitió por enésima vez que siempre “los buenos” abandonan este mundo primero.

Horas después, sentado, pensaba.

Había escuchado las críticas al mensaje del Presidente y trataba de entender por qué Salud había ejecutado tan poco en cuatro meses. Otra hubiera sido la suerte de esa muchacha si en Alto Paraná preveían más respiradores. Ellos sabían del potencial peligro que corría todo el departamento fronterizo con Brasil, el epicentro de la pandemia.

¿Para qué el Presidente quiso ser presidente si no podía cumplir con los ciudadanos? ¿Para qué el ministro de Salud se comprometía en liderar si no podía salvar vidas? Tuvieron tiempo de sobra para evitar esa muerte, se decía el hombre dentro del traje prestado.

Él sabía de la lucha que desde muy pequeña esa paraguaya había mantenido con la enfermedad. Primero la diabetes, luego contra los efectos colaterales. Nunca había bajado la guardia porque tenía muchas esperanzas. Estudiaba, tenía sueños. Quería ser alguien y ayudar a los que sufrían como ella. Amaba la vida más que los demás porque cada día pagaba un precio muy alto por conservarla.

Pero la vida no había sido justa. A veces lloraba por su suerte cuando veía a los demás tomar gaseosas o helados. Ella no debía. Sí, el helado era algo prohibido como otras tantas cosas, y ella vivía atada a los desagradables edulcorantes.

Ella no entendía de ejecución presupuestaria, así como ellos no entendían sus penas porque no vivían en carne propia esa enfermedad. En realidad, nadie entiende por qué fue tan escasa la ejecución si tenían el dinero para evitar esa muerte.

¿Cuántas más vidas hay que desperdiciar para que las autoridades honren los cargos que ocupan y a los ciudadanos que les dieron la oportunidad de estar allí? ¿Cuánto vale una vida?

Hoy es un día normal. El 1 de julio quedó atrás y la muerte de la joven quedó en el olvido, así como un pulcro traje que acaba de llegar de la tintorería y el otro prestado que duerme entre polillas en un ropero.

Uno huele a limpio, el otro tiene una extraña mancha en el pecho, fruto de una lágrima.

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