Por Carlos Mariano Nin, columnista

Es verdad, las crecidas no son nuevas. No es una situación que debería tomarnos por sorpresa, pero algo está cambiando en ellas. El fenómeno cíclico se daba primero cada cuatro años. Pero desde el 2014 casi todos los años el río sube y se desata el caos.

Las proyecciones no son alentadoras.

Desde el Departamento de Estudios Hidrotopográficos de la Administración Nacional de Navegación y Puertos advierten que el nivel de las aguas va a seguir aumentando. El río crece con su carga de tragedia para miles de personas.

Pero las inundaciones, más allá de si son normales o producto de nuestra irresponsabilidad, solo desnudan lo que todos sabemos.

Según el último reporte del Banco Interamericano de Desarrollo estamos aplazados, una vez más, en infraestructura.

El informe revela que el Estado paraguayo se encuentra en las últimas posiciones a nivel global en términos de la calidad de carreteras, puertos y aeropuertos, y de acuerdo con datos del Foro Económico Mundial, el país se ubica en el puesto 136 de 138 en cuanto a la calidad de las carreteras.

Entonces, cuando llega la inundación, no es raro que las personas mueran en los caminos en mal estado sin posibilidades de avanzar y llegar a centros de salud.

No es un invento. Sucedió en estos días en los departamentos de Presidente Hayes y Alto Paraguay. Varias localidades quedaron aisladas por el agua y al menos cinco personas murieron por falta de asistencia. Son los casos que se conocen, o al menos que se publicaron en los medios. Podrían haber más, pero nunca lo vamos a saber.

Los departamentos de Alto Paraguay, Presidente Hayes y Boquerón llevan dos meses aislados a causa de la inestabilidad climática y los caminos en mal estado. De todas maneras, si hubiese cómo llegar, los hospitales de esos distritos no cuentan con equipamientos y ni qué decir terapias.

No matan las crecidas. Mata la indiferencia del Estado, la ausencia y la corrupción.

Y ni siquiera podemos culpar a la distancia. En Asunción la cosa no está mejor.

Con cada centímetro que sube el río, miles de familias son desplazadas de sus casas.

Calles y plazas se convirtieron en refugios temporales ante la imprevisión de las autoridades que asumen un colapso para el cual no hay soluciones inminentes, desnudando que no hay un plan ni una política de cómo actuar ante estos desastres.

Y si hablamos de desastres allí está Pilar. Muchos de sus habitantes están con el agua al cuello mientras su propio intendente le da al presidente de la República lecciones de cómo mentirle a un pueblo necesitado de respuestas y al que le dan víveres en mal estado, solo para revelar que la insensibilidad no tiene límites.

La situación se repite con los mismos ingredientes en otros puntos del país.

El abandono también golpea a la educación. Solo para dimensionar, hay 151 escuelas y colegios en alerta roja, 114 con alerta naranja y 79 en alerta amarilla. En total, hay 347 escuelas o colegios afectados y 28.665 alumnos perjudicados en todo el país.

Se habla que a nivel país hay unas 22 mil familias afectadas por la crecida. Más de 800 mil personas con el agua al cuello y el Jesús en la boca.

Pero no es la inundación. Es la ausencia de autoridades competentes capaces de dar respuestas a corto plazo a un drama que se repite cada vez con más frecuencia, dejándonos el triste sabor amargo de la indiferencia, y no voy a hablar de Marly porque esa… es otra historia.

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