Nuestro país volvió a vivir ayer una magnífica jornada cívica, con inéditas votaciones simul­táneas en los partidos políti­cos, en un ambiente de paz y tranquilidad, sin reportarse mayores incidentes. Esta es la primera conclusión que puede y debe sacarse de las elecciones: la ciudadanía paraguaya da muestras de una creciente madurez, ejerciendo su derecho al sufragio de manera ordenada, pacífica y tolerante. Se trata de un hecho que debe ser desta­cado debidamente.

Es del más alto interés para la nación esti­mular la participación de la ciudadanía en el debate público y en las decisiones polí­ticas. La apatía y la pasividad son grandes enemigas de la democracia. Por eso, Para­guay puede mostrarse ante la comunidad internacional orgulloso de sus organismos electorales y del comportamiento de sus electores.

Son pocas las naciones que pueden jactarse de llevar a buen puerto, sin violencia, irre­gularidades, conflictos o presiones, un pro­ceso electoral de considerable complejidad y que alcanza la totalidad del territorio. Más allá de los porcentajes de participa­ción –un aspecto en el cual las institucio­nes y la clase política deberían trabajar con mayor ahínco–, los electores paraguayos acudieron a votar en un ambiente de tole­rancia y respeto a las diferencias, se cerra­ron los locales de votación y, pocas horas más tarde, los resultados eran difundidos por la autoridad pertinente. Es siempre saludable resaltar estos rasgos de nues­tra vida política, especialmente porque en Paraguay con frecuencia existe la tenden­cia a mirarnos a través de un cristal nega­tivo o pesimista. La extraordinaria jornada cívica vivida en el país debe pues se valo­rada en su justa dimensión.

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La manifestación de soberanía popular fue pacífica y organizada, pero también firme y enérgica en el sentido de imponer obliga­ciones y deberes a los políticos que pidie­ron y consiguieron sus votos. La política debe recuperar su esencia, esto es, su voca­ción de servicio a los demás, a la comuni­dad y a la nación. No es una carrera como la que cualquier profesional hace en una empresa privada. Los cargos electivos no deberían ser vías de ascenso social o de acumulación de riquezas o privilegios, sino puestos desde los cuales demostrar la responsabilidad y el compromiso con la sociedad y su futuro. Si una persona no tiene esta concepción ética de la política no debería postularse a ningún cargo y ten­dría más bien que dedicarse a actividades en el ámbito privado.

Naturalmente, es correcto que los políti­cos se acerquen a la población y es legítimo que pidan su respaldo. Pero esta relación debe estar fundada en la búsqueda autén­tica del bien común y no en las convenien­cias de pequeños grupos de dirigentes o en intereses sectarios. La política para­guaya debe recuperar los grandes valores morales y la profundidad ideológica que alguna vez supo exhibir a través del talento y la entrega de hombres y mujeres que han quedado en la historia grande de nuestra nación.

En definitiva, la clase política debe tam­bién estar a la altura de un electorado que lleva adelante desde hace años un compor­tamiento ejemplar. Es fundamental que honren la confianza que en ellos deposita la gente con una conducta intachable y una entrega genuina al trabajo de servir al país.

Si los paraguayos queremos estar a la altura de los desafíos del presente y del futuro es preciso impulsar una profunda renovación ética de nuestra política y de nuestra dirigencia. Aunque suene ingenuo, para nuestra nación es crucial recuperar la noción de la política como un servicio a la sociedad, como una vocación altruista, como un instrumento para mejorar la República y elevar a la nación. De lo con­trario, la distancia que separa al Paraguay del mundo altamente desarrollado se irá ensanchando progresivamente hasta que la brecha se convierta en abismo.

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