El caso suscitado esta semana en el que fueron protagonistas un magistrado electoral y una mujer trabajadora de la calle, con ribetes de violencia, vol­vió a encender el debate sobre la problemática de los limpiavidrios.

Tanto los que reprochan como los que defien­den la acción de estos trabajadores nuevamente han desempolvado sus argumentos. Y la verdad es que ambas partes tienen algo de razón: los pri­meros al señalar que estos no deben estar en los cruces semafóricos y que no es un servicio reque­rido; y los segundos, porque el problema social subyacente que obliga a estas personas a trabajar en esta labor es mucho mayor.

Más allá del debate moral, una de las conse­cuencias que ha tenido este grosero incidente es haber demostrado la inutilidad de la ordenanza municipal. La prohibición de la actividad de los llamados limpiavidrios en esquinas y cruces semafóricos de Asunción y de otras ciudades del Área Metropolitana es una ley que, a todas luces, no se está cumpliendo.

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Estas personas –que se dedican a lavar los para­brisas de los vehículos con agua jabonosa y un escurridor de mano a cambio de dinero– se encuentran en el centro de un debate ciuda­dano que lleva ya muchos años y que cada cierto tiempo vuelve a cobrar actualidad, como en estos días.

La razón es el comportamiento agresivo y extorsivo que muchas de estas personas tienen al ofrecer sus servicios y cobrar por ellos. No es inusual, además, que tomen represalias contra aquellos que se resisten a pagar o que cuestio­nan el monto. Vehículos rayados o abollados, vidrios rotos, robos y hasta ataques físicos suelen suceder en tales circunstancias. Por eso no es de extrañar que, como ocurrió con el juez del fuero electoral, la gente reaccione y busque tomar jus­ticia en propias manos.

La generalización no es más que un prejuicio que solo puede conducir a razonamientos y conclusiones equivocados y perjudiciales. No se avanza mucho, además, con insultos y ataques irracionales que sirven tan solo para crispar aún más los ánimos.

La gran cantidad de casos como estos justifica plenamente la prevención que muchos ciudada­nos tienen hacia limpiavidrios y también hacia los denominados cuidacoches. Más aún cuando se sospecha que estos sucesos podrían estar vin­culados a conductas delictivas o de extorsión contra automovilistas.

Estas conductas son, desde luego, completa­mente inaceptables y deben ser combatidas con la mayor energía por las fuerzas de seguridad con acompañamiento de los municipios de la capital y del Área Metropolitana. Precisamente, el papel de la Policía es fundamental en esta problemá­tica.

Es preciso señalar una obvia, pero también necesaria salvedad: no todas las personas que se dedican a estas labores incurren en estos deli­tos. Es probable que ni siquiera la mayoría. La generalización no es más que un prejuicio que solo puede conducir a razonamientos y conclu­siones equivocados y perjudiciales. No se avanza mucho, además, con insultos y ataques irracio­nales que sirven tan solo para crispar aún más los ánimos.

Se insiste, y hay que enfatizar las veces que se pueda, que sería necio negar que detrás de esta situación se encuentra un problema social autén­tico. Limpiavidrios –y también los cuidacoches– no son sino partes de una amplia economía informal que gira alrededor de un eje: la calle.

Allí se cruzan actividades diversas –vendedores, malabaristas callejeros, mendigos– y dramas de todo tipo –niños en situación de extrema vulne­rabilidad, adicción a drogas, ancianos en situa­ción de abandono, etc.–. La resolución de estos dramas sociales no vendrá de la mera coerción: prohibiendo la presencia de ciertas personas o de determinadas actividades en la calle.

Es preciso castigar las prácticas extorsivas y los ataques a los bienes y las personas, pero cualquier proyecto que busque una salida de fondo debe incorporar también un programa de inserción laboral.

De igual forma, tal vez resulte de utilidad tam­bién la experiencia de otros países en esta mate­ria. Intentos de ordenar, por ejemplo, la actividad de los cuidacoches se han producido en México y en Uruguay. En ambos casos, las normativas parten del reconocimiento de tres hechos: la calle es un espacio público que no puede ser "pri­vatizado", nadie puede ser forzado al pago por un servicio que no solicitó y la tarifa por el servicio debe ser voluntaria.

Es de esperar que las autoridades avancen en un plan que desactive definitivamente un foco de permanente tensión y conflicto en nuestras ciu­dades.

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