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Las economías del mundo rico reúnen a mil millones de consumidores y millones de empresas, cada uno de ellos libre de tomar sus propias decisiones. Por otra parte, también cuentan con instituciones públicas poderosas que intentan controlar la economía, como los bancos centrales, encargados de establecer la política monetaria, y los gobiernos, que deciden cuánto gastar y pedir prestado.

Desde hace por lo menos treinta años, estas instituciones han operado conforme a reglas establecidas. Por más que el gobierno quiera un mercado laboral en auge que le ayude a ganar votos, debe considerar que, si la economía se sobrecalienta, puede aumentar la inflación. Por eso es necesario que existan bancos centrales, esos organismos independientes encargados de retirar la bebida justo cuando la fiesta empieza a ponerse bien, según la conocida metáfora de William McChesney Martin, quien estuvo al frente de la Reserva Federal.

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Podemos pensar en esta estructura como una forma de división del trabajo: los políticos se ocupan de la talla a largo plazo del Estado, entre otra miríada de prioridades. A los tecnócratas, por su parte, les toca la delicada tarea de domar el ciclo comercial.

BONANZA LABORAL

Ahora, esta división perfecta se está derrumbando. Una tasa menor de desempleo ya no significa una tasa de inflación más alta. La mayor parte del mundo rico en este momento disfruta de una bonanza laboral a pesar de que los bancos centrales no han cumplido sus metas de inflación. Aunque la tasa de desempleo en Estados Unidos es del 3,5%, la más baja registrada desde 1969, la inflación solo es del 1,4%. Las tasas de interés son tan bajas que los bancos centrales tendrán muy poco espacio de maniobra si se presenta una recesión. En este momento, algunos todavía intentan apoyar la demanda con una estrategia de expansión cuantitativa, es decir, mediante la compra de bonos.

Esta extraña situación parecía ser temporal, pero ahora se ha convertido en la nueva norma. Por lo tanto, es necesario volver a formular las reglas de política económica, en particular la división del trabajo entre los bancos centrales y los gobiernos. Ese proceso ya se encuentra cargado de tensión, y bien podría tornarse peligroso.

La nueva era de política económica tiene sus raíces en la crisis financiera de 2007-2009. Para evitar una depresión, los bancos centrales aplicaron medidas extraordinarias, como la expansión cuantitativa, durante un tiempo. Sin embargo, desde entonces se ha hecho cada vez más evidente que existen fuerzas profundas que actúan en la economía. La inflación ya no aumenta siempre que baja el desempleo, en parte porque la gente se ha acostumbrado a esperar ligeros aumentos en los precios, y también porque, gracias a las cadenas de suministro globales, los precios no siempre reflejan las condiciones del mercado laboral local.

Al mismo tiempo, el ahorro excesivo y la renuencia de las empresas a invertir han presionado las tasas de interés a la baja. El mundo tiene un apetito tan insaciable por el ahorro que más de una cuarta parte de los bonos con grado de inversión, cuyo valor asciende a quince billones de dólares, ahora tienen rendimientos negativos, es decir que las instituciones acreditantes deben pagar por tenerlos hasta su vencimiento.

Economistas y funcionarios por igual han batallado para adaptarse a estos cambios. A principios del 2012, la mayoría de los funcionarios de la Reserva Federal pensaban que las tasas de interés en Estados Unidos se estabilizarían por encima del 4%. Casi ocho años después, todavía están entre el 1,75 y el 2%, que encima de todo es la tasa más alta del G7.

Hace una década, casi todos los encargados de definir políticas públicas y los inversionistas pensaban que los bancos centrales en algún momento decidirían relajar la expansión cuantitativa, mediante la venta de bonos o la retención de sus valores hasta el vencimiento. Ahora parece que esa política es permanente. El balance combinado de los bancos centrales de Estados Unidos, la eurozona, el Reino Unido y Japón se ubica por encima del 35% de su producto interno bruto (PIB) total. El Banco Central Europeo (BCE), desesperado por impulsar la inflación, decidió retomar la expansión cuantitativa. Por un tiempo, la Reserva Federal logró reducir su balance público, pero desde septiembre sus activos comenzaron a aumentar de nuevo porque inyectó liquidez en mercados de dinero poco firmes. El 8 de octubre, el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, confirmó que este crecimiento continuará.

POLÍTICA PRESUPUESTARIA

Una de las implicaciones de este nuevo mundo es obvia. A medida que los bancos centrales agoten sus opciones para estimular la economía en cuanto se disparen las alarmas, tendrán que recurrir más a recortes fiscales y cambios en el gasto público para hacer el trabajo pesado. Además, como las tasas de interés son tan bajas, e incluso están en números negativos, la deuda pública alta es más sostenible, en especial si se aplican préstamos para financiar inversiones a largo plazo que impulsen el crecimiento, por ejemplo en infraestructura.

El problema es que la política presupuestaria reciente ha sido confusa, e incluso dañina en algunos casos. Alemania no ha mejorado sus deteriorados caminos y puentes. El Reino Unido hizo recortes significativos en sus presupuestos al comenzar la década de 2010, cuando su economía atravesaba una época de debilidad, y la falta de inversión pública es una de las razones por las que su productividad crece a un ritmo crónicamente bajo. El déficit de Estados Unidos es más elevado de lo normal, pero lo utiliza para financiar recortes fiscales para las corporaciones y los ricos, en vez de aplicarlo a la reparación de caminos o para construir redes eléctricas más ecológicas.

Ahora que los políticos en funciones pasan dificultades para encontrar las políticas fiscales adecuadas, los que planean postularse para un cargo ven en los bancos centrales una fuente de efectivo muy conveniente. La “teoría monetaria moderna”, una noción absurda que cada vez se hace más popular en la izquierda estadounidense, sostiene que no cuesta ampliar el gasto del gobierno mientras la inflación es baja, siempre y cuando el banco central esté debilitado (los ataques del presidente Donald Trump contra la Reserva Federal hacen más vulnerable a la institución). El partido de oposición en el Reino Unido, el Partido Laborista, pretende utilizar el Banco de Inglaterra para controlar el crédito a través de un consejo de inversión, “fusionando” los cargos de ministro de Economía, ministro de Comercio y gobernador del Banco de Inglaterra.

De igual forma, los bancos centrales han comenzado a intervenir en la política presupuestaria, que solía ser territorio del gobierno. El enorme número de bonos que tiene el Banco de Japón representa una deuda pública equivalente a casi el 240% del PIB. En la eurozona, los países endeudados del sur reciben ayuda presupuestaria gracias a la expansión cuantitativa y las tasas bajas, que este mes provocaron un punzante ataque de algunos ex funcionarios y economistas destacados del norte contra el banco central. Mario Draghi, el presidente saliente del BCE, ha convocado a aplicar algún estímulo presupuestario en el área del euro. Algunos economistas creen que los bancos centrales necesitan palancas presupuestarias que puedan accionar ellos mismos.

Precisamente en este punto radica el peligro de que se fusionen las políticas monetaria y presupuestaria. Al igual que los políticos se ven tentados a interferir en las acciones de los bancos centrales, los tecnócratas pretenden tomar decisiones que en realidad les corresponden a los políticos. Si tienen control sobre las palancas presupuestarias, decidirán cuánto dinero darles a los pobres, qué inversiones realizar y qué porción de la economía le corresponde al Estado.

ESTÍMULO PRESUPUESTARIO

Cuando se presente una desaceleración económica, los gobiernos o los bancos centrales tendrán que administrar con agilidad un estímulo presupuestario fuerte, pero limitado. Una idea es reforzar los estabilizadores presupuestarios automáticos del gobierno (como el seguro de desempleo), que garantizan déficits mayores si la economía se estanca. Otra posibilidad es crear una herramienta para los bancos centrales cuyo objetivo no sea redistribuir el dinero (y, por lo tanto, no aliente un frenesí mediático en las prensas), sino, por ejemplo, transferir una cantidad determinada a la cuenta bancaria de todos los ciudadanos adultos cuando se desplome la economía.

Cada una de estas opciones tiene riesgos asociados. Pero hay que recordar que las tácticas antiguas ya no funcionan. Las instituciones que dirigen la economía deben ajustarse a este nuevo mundo en el que vivimos.

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