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La Paz, Bolivia.

La sorprendente salida del presidente no acabará con el enfrentamiento civil por sí sola. Para el 12 de noviembre, dos días después de que Evo Morales renunció abruptamente a la presidencia de Bolivia, una tensa calma se sentía en La Paz, la capital administrativa del país. Las calles estaban desiertas. Los autobuses y teleféricos estaban inactivos. La mayoría de los residentes se quedaron en sus casas. El Ejército tenía el control de las calles. Pero la calma no duró. Al día siguiente, la violencia volvió a estallar en varias regiones, incluida La Paz. En los días previos a la renuncia de Morales, y después de que tomara esa decisión, al menos 10 personas murieron en disturbios.

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La reanudación de la violencia fue vista como una respuesta al nombramiento de la presidenta interina, Jeanine Áñez, quien hasta la renuncia de Morales era la segunda vicepresidenta del Senado, lo que la ubicaba como la dirigente opositora de mayor rango en el Congreso. Ella nombró un Gabinete y prometió que pronto se celebrarían nuevas elecciones. Mucho depende de si esas medidas son aceptadas como legítimas por los millones de bolivianos que todavía veneran a Morales. Hasta ahora no hay buenos augurios.

SOSPECHAS

Morales cayó porque daba por sentada la reverencia de sus partidarios, e imaginó que era mucho más ampliamente compartida de lo que en realidad era. Cuando fue elegido como el primer presidente de origen indígena de Bolivia, en el 2005, amplió los derechos de los pueblos indígenas y utilizó el dinero de las ventas de gas natural para reducir la pobreza. Antes de convertirse en presidente, “la gente pobre como nosotros jamás habría podido ser algo más que una criada, un conductor o un jardinero”, dice Lilian Peralta, quien trabaja en una tienda de artículos electrónicos en La Paz. Sentimientos como estos lo ayudaron a ganar la reelección en dos ocasiones.

Pero cuando quedó claro que Morales tenía la intención de seguir siendo presidente, con un poder casi indiscutible, tal vez de por vida, los bolivianos se opusieron. En un referendo celebrado en el 2016, rechazaron su intento de postularse nuevamente a la reelección, desafiando la Constitución que él mismo había impulsado. El tribunal constitucional, que para ese entonces era un apéndice de la presidencia, dijo que de todas maneras podía postularse.

Cuando finalmente se celebraron las elecciones el mes pasado, fue declarado ganador. Evitó una segunda vuelta contra Carlos Mesa, su rival más cercano, por solo 35.000 de los 6,1 millones de votos válidos que fueron emitidos. Su partido, el Movimiento al Socialismo, mantuvo su mayoría en el Congreso. Pero surgieron sospechas de fraude incluso mientras se contaban los votos. La decisiva ventaja de Morales apareció después de una misteriosa suspensión en la publicación de resultados. Decenas de miles de personas, tanto a favor como en contra del presidente, salieron a las calles de Bolivia. Una “huelga cívica” anti-Morales paralizó Santa Cruz, la ciudad más grande del país.

PROMESA DE VOLVER

Morales trató de restaurar la calma, primero invitando a la Organización de Estados Americanos a que auditara los resultados de las elecciones. Luego, cuando el equipo de la OEA informó que había evidencias de fraude, prometió que convocaría a nuevas elecciones. Eso no calmó a los manifestantes. La policía dijo que ya no obedecería las órdenes de sus comandantes. El 10 de noviembre, Williams Kaliman, comandante de las fuerzas armadas, sugirió que Morales renunciara para que “se restaurara la paz y se conservara la estabilidad”. Hasta entonces, el ejército había sido un “fuerte bastión de defensa” para el presidente, señala Franklin Pareja, politólogo de la Universidad de San Andrés en La Paz. Pero cuando disminuyó su autoridad, Morales voló a México donde le otorgaron asilo.

La estabilidad que espera el general Kaliman va a ser difícil de lograr. Morales no está ayudando. Calificó su partida como un “golpe de Estado cívico, político y policial”, y agregó: “Mi pecado es ser indígena, un líder sindical y un cocalero”. Al partir hacia México, prometió en un tuit que volverá “con más fuerza y energía”.

Esa noche sus partidarios quemaron casas, negocios y autobuses en La Paz. Al día siguiente, miles de simpatizantes marcharon por El Alto, una ciudad vecina, ondeando la wiphala, la bandera indígena del arcoíris y gritando: “¡Sí, ahora, guerra civil!”. Según los informes, los manifestantes opositores saquearon la casa de Morales en Cochabamba, en el centro de Bolivia. También se divulgaron videos de oficiales de policía que arrancaban la wiphala de sus uniformes.

SIN RATIFICACIÓN

Los nuevos líderes bolivianos corren el riesgo de empeorar la división. Áñez, una conservadora del departamento de Beni en el noreste, ahora sale en fotos posando con indígenas. Pero, en el pasado, ella los provocaba. Recientemente tuiteó una foto de personas vestidas con trajes indígenas que también usaban jeans y zapatillas de tenis. Ella comentó: “¿Nativos? ¡Mira!”. Algunas personas tomaron eso como un cuestionamiento burlón sobre su autenticidad étnica.

Aunque fue elegida como presidenta después de que los más altos funcionarios del MAS renunciaron, el Congreso no ratificó su nombramiento. El MAS boicoteó la sesión del Congreso que fue convocada para instalarla, privándola del quórum necesario. Tampoco se ratificó la renuncia de Morales por la misma razón. El tribunal constitucional, que había bendecido la candidatura de Morales para la reelección, acudió al rescate de Áñez. Su asunción de la presidencia era legal, dictaminó, porque Morales había huido y era necesario restablecer el orden. Los legisladores del MAS han dicho que votarán por “anular” su nombramiento.

Quizás un actor mucho más poderoso que la presidenta interina es Luis Fernando Camacho, el líder del Comité Pro Santa Cruz, quien organizó la huelga de Santa Cruz. Se ha convertido en una figura divisiva. Inicialmente le hizo un llamado a todos los legisladores del MAS para que renunciaran y propuso que una “junta de transición” escogida entre la sociedad, un mecanismo que la Constitución no prevé, dirigiera el gobierno interino. Sin embargo, ahora respalda a Áñez. Camacho es un católico ferviente y declaró que en el palacio presidencial ya sin Morales, “la Biblia había vuelto a entrar””. Algunos de sus seguidores creen que el ex presidente está en contra de los blancos. Últimamente, Camacho ha tratado de sanar esas divisiones instando a los bolivianos a que respeten la wiphala.

LA FUERZA MÁS GRANDE

Por mucho que Camacho lo desee, la renuncia de Morales no significa que el MAS vaya a desaparecer. “Estas personas están olvidando que el MAS es la fuerza política más grande del país”, dice el alcalde de una ciudad en una zona rural del sur de Bolivia. Él, como otros funcionarios del MAS, dice que los partidarios de la oposición lo han amenazado.

Mesa, el dirigente que quedó en el segundo lugar de las elecciones presidenciales, cree que Bolivia necesita un acuerdo entre el MAS y la oposición sobre cómo restaurar la democracia. Ha instado a los legisladores del MAS a que ayuden a elegir un nuevo tribunal electoral, lo que ayudaría a legitimar las próximas elecciones. Sin esa cooperación entre los adversarios y los aliados de Morales, los disturbios pueden continuar, advierte María Teresa Zegada, socióloga de la Universidad de San Simón en Cochabamba, y agrega que, aunque las protestas comenzaron con la gente, ahora es labor de los políticos encontrar maneras de acabarlas pacíficamente. Según Zegada, abandonar la búsqueda de una solución para los bolivianos enojados que se encuentran en las calles “provocará una tragedia”.

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