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Condado de Polk, Texas.

Tony Medina ha pasado dos décadas en un cubo de concreto en Texas. Él es un hombre amable y corpulento con los brazos repletos de tatuajes. Al igual que todos los que están recluidos en la Unidad Allan B. Polunsky, viste de blanco. Los edificios grises de la prisión albergan a 214 prisioneros sentenciados a pena de muerte. Encerrado en una diminuta caseta en una sala de visitas, sin esposas, compara estar “aquí afuera” con salir de vacaciones. El lugar es silencioso, a excepción del sonido metálico de las puertas. La habitación también tiene aire acondicionado y, una rareza, puede ver el rostro de otro ser humano a través del plexiglás.

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En 1996, a los 21 años, lo sentenciaron por un tiroteo desde un automóvil en el que murieron dos niños en una fiesta de Año Nuevo. Desde entonces, durante 23 años, ha estado esperando su ejecución. En Texas, la pena de muerte se aplica los acusados a los que se encuentra culpables de un delito abyecto y que se considera que son una amenaza para otras personas. Las apelaciones jurídicas de Medina siguen en curso.

Un muro ensordecedor de ruido fue “mi primer recuerdo más claro de la pena de muerte”, recuerda. “Puertas que se cierran, el acero que choca con el acero; las prisiones están hechas solo de concreto y acero, así que se produce un eco interminable. Nunca se detiene”. En su primera noche lo colocaron en un ala oscura llena de reos que gritaban, fue una experiencia indescriptible, “un sonido como de rave Thunderdome, gritos y alaridos y golpes y todo multiplicado”.

23 HORAS AL DÍA SOLO

Al principio, compartía la celda. Luego, después de que otros prisioneros trataron de escapar en 1998, todos los reos sentenciados a pena de muerte fueron puestos en confinamiento solitario. Medina se queja de que eso es una agonía. “No me sentenciaron a reclusión solitaria, sino a morir”, afirma. Todos los días, durante 19 años, ha estado solo durante 23 horas en el interior de un cubo de concreto que mide 2,13 por 3,3 metros. Los custodios le pasan charolas de comida a través de una franja en la puerta. Si se para sobre la cama puede ver hacia afuera a través de una ventila, de unos cuantos centímetros de alto, cerca del techo. “Algunos pasan todo el día” haciéndolo, dice. Él nunca lo hace; evita “lo que está allá afuera que no puedo tocar”.

La mayoría de los días, puede salir una hora a un patio cerrado, como recreación. Pero ahí también está solo. En su celda, lee (en este momento, una serie sobre sobrevivientes), escribe o a veces pinta. Parientes y voluntarios, en su mayoría mujeres europeas, hacen visitas y envían mensajes. Los reos se hablan a gritos, de una celda a otra. Sin embargo, Texas, a diferencia de algunos estados, niega cualquier tipo de contacto físico a los prisioneros en reclusión solitaria, salvo las inspecciones corporales frecuentes de los custodios. Dice que la última vez que tocó a un familiar, un abrazo a su madre, fue el 1 de agosto de 1996.

Otros estados que tienen pena de muerte, y prisiones federales, tienen condiciones menos estrictas. En muchos, ya no se mantiene aislados durante mucho tiempo a los reos jóvenes ni a aquellos que tienen problemas mentales. Hasta Texas, que tiene más prisioneros en reclusión solitaria que ningún otro estado –cerca de 4.000 desde el 2017– está reduciendo sus cifras. Un informe de 2018 del Centro Liman en Yale calculó que en Estados Unidos había 61.000 presos en reclusión solitaria, incluyendo a 1.950 que habían pasado 6 meses o más solos. Esa cifra probablemente sea más baja hoy.

ACABAR CON LA PERSONA

Medina cree que Texas continúa aislando a los reos sentenciados a pena de muerte en venganza, no debido a la seguridad. Dice que esta práctica es franca “tortura”, además de “cruel e inhumana”, y que su finalidad es “la intimidación y acabar con una persona mentalmente” antes de su ejecución (en promedio un prisionero sentenciado a pena de muerte en Texas espera casi once años antes de morir; la espera más larga ha sido de 31 años). Resulta difícil negar sus afirmaciones.

Dennis Longmire, de la Universidad Estatal de Sam Houston en la cercana Huntsville, dice que el uso prolongado de las celdas de confinamiento solitario es costoso e innecesario. Las Naciones Unidas y grupos de activistas condenan de manera rutinaria esta práctica. Longmire ha testificado en 40 juicios que los reos mayores no son particularmente violentos con los demás. Recuerda que sus propias visitas al ala de pena de muerte fueron ensordecedoras y desagradables. No es de sorprender que muchos guardias pidan trabajar en otra parte.

Muchos presos sufren deterioro mental y algunos recurren al suicidio, explica Medina, cuyo vecino inmediato, alguna vez “sólido”, se quebró tras 15 años. El aislamiento y la privación sensorial provocan ansiedad en los prisioneros, quienes se obsesionan con lo que consideran malevolencia y ruindad oficial. A los reos en Polunsky se les negó el permiso para comprar cortaúñas durante 17 años. Tampoco pueden decorar los muros de sus celdas.

LA IRA LO AYUDA

Algunos se vienen abajo mientras esperan su ejecución. Cuando se llevan a amigos cercanos –quienes a veces se resisten ruidosamente– a la inyección letal, aumenta su agitación. Desde la llegada de Medina al ala destinada a los que esperan la pena de muerte, este ha contabilizado 437 ejecuciones en Texas, incluyendo las de “algunos a los que he considerado hermanos”. Es particularmente inquietante, afirma, escuchar a los custodios hablar y mofarse mientras se llevan a los hombres condenados a su ejecución. Muchos presos llegan con dificultades mentales. Un preso que esperaba su ejecución en Polunsky, Andre Thomas, se sacó los ojos y se comió uno de ellos.

Al hablar, Medina es articulado y mesurado, pero dice que la reclusión solitaria cobra una factura. Experimenta una ira intensa, que dice que es benéfica, hacia “el sistema; la forma en la que me aferro a la cordura es recordándome que mi enojo es con la gente que me puso aquí”. El enojo lo ayudó a “construir muchos muros muy altos… en mi mente”, pero eso “no es muy saludable” ya que “puede consumirte”. Ha escuchado de reos en Texas, liberados del confinamiento solitario, que no pueden estar con otras personas.

Su respuesta hace eco de las palabras de Albert Woodfox, un prisionero que estuvo en reclusión solitaria durante 40 años en Luisiana antes de ser liberado en el 2016, a los 69 años. Woodfox publicó un libro hace poco, “Solitary”, en el que escribe que “la lucha por la salud mental nunca acaba” y menciona que él “cerró su sistema emocional” para lidiar con el encierro solitario.

No se cuestiona si hay que castigar a los culpables, aunque Woodfox sí logró comprobar que su sentencia había sido errónea. Lo que se cuestiona es si Estados Unidos debería tratar incluso a sus peores delincuentes de esta forma. “Siento que nos ven igual que a lugares como China, Arabia Saudita e Irán. Ese es el grupo en el que estamos”, afirma Medina. “Los seres humanos no estamos hechos para que se nos aísle de esta forma”.

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