Paraguay, Brasil y Argentina tienen muchos elementos culturales en común. Uno de los más importantes: la historia de sus ancestros en la frontera.

Por: Micaela Cattáneo

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Es 1986. Un joven Robert De Niro lleva a la pantalla grande la historia de un comerciante de esclavos del siglo XVIII. Su papel convive con el de un novato Jeremy Irons, quien interpreta a un sacerdote jesuita que evangeliza a las comunidades indígenas de la selva fronteriza entre Paraguay, Brasil y Argentina. En ese contexto, y con las Cataratas del Iguazú en tono analógico de fondo, emprenden juntos La Misión, la película en la que muestran la convivencia con lo más autóctono de la época, en la que exploran la antropología de un pueblo cargado de conocimientos y en la que comparten cultura con los autores de nuestra identidad: los guaraníes.

Ahí, en ese pedazo de tierra, el ser es colectivo. Y es que el guaraní, desde hace 300 años, desarrolla su ciencia nativa en ese encuentro geográfico sudamericano. Esa reunión cultural permanente entre los tres países no conoce límites. Ahí, la sabiduría ancestral es tan homogénea como diversa, en esencia. No existe la separación de bienes, porque todo converge en un punto común: el suelo de color. Y es desde este territorio de raíces rojas que fecundan memorias; hechas materia y espíritu, naturaleza y arte.

Tenía ganas de descubrir esos recuerdos pretéritos; de explorar los paisajes de aquella película en la que el pasado parecía no tener tiempo. Pero esta vez quería ir más allá de lo que de niña me habían contado, de lo que de joven había leído en libros. Puerto Iguazú, Misiones (Argentina), parecía cumplir ese deseo extracurricular. De hecho, no sólo parecía, lo hacía en verdad. Esta pequeña porción de la región litoral argentina, hogar de los guaraníes, me permitiría recapitular lo que alguna vez fue, y lo que ahora, aunque de distintas formas, sigue siendo.

Mi documento de identidad fue el pasaporte de entrada a ese mundo incógnito. Crucé al vecino país, y desde ahí, pude entender cómo aquel anonimato iba perdiendo fuerza a medida que me reconocía en los elementos de la ciudad. En primer lugar, por el nombre del Puerto: Iguazú o Yguazú (Y es agua; Guazú, grande). A 350 kilómetros de casa, todavía se podía escuchar y ver la cotidianidad bilingüe. Aún a esa distancia, y con escenas por descubrir, podía sentirme más paraguaya que nunca.

Mi primera parada estaba a cinco minutos del centro de la ciudad, a unas cuantas cuadras de la Ruta 12, pero alejarme en distancia no cortaba ese hilo conductor del que les hablaba, al contrario, lo enriquecía, de forma visual y auditiva. Ese lenguaje estético y sonoro natural guiaba mi camino a uno de los puntos turísticos más atractivos de Puerto Iguazú: La Aripuca.

Monumento a la naturaleza

La Aripuca es un complejo agro-eco-turístico construido a partir de árboles rescatados. De hecho, la bienvenida la dan ellos: esos fragmentos añejos de madera que, de alguna forma, fueron devueltos a la vida. La primera noche en Iguazú caía y el frío se envalentonaba ante una audiencia precavida. Pero los abrigos, en medio de ese museo natural, no superarían la calidez y hospitalidad de los dueños de casa: los troncos más antiguos del destino.

En esta gira el factor sorpresa fue clave. A 200 metros del punto de partida, aparecía el fotograma real de un elemento popular guaraní: el fuego. En torno a él, la ceremonia era imagen y sonido en movimiento. Y es que aquella fogata decoraba el canto de los niños indígenas que, formados en fila, imitaban los ecos de su tierra con instrumentos de nicho, con voces que revelaban su deseo de hacerse escuchar en otros universos; universos paralelos.

Aquel acto representaba una pieza del rompecabezas histórico que recomponía La Aripuca. Desde su nombre, este lugar homenajeaba a la cultura guaraní, y a los custodios naturales que la mantienen viva. “Aripuca” es la denominación que utilizaba la familia lingüística para referirse a una trampa hecha a partir de madera. Frente a aquel número artístico alternativo,, que de a poco se difuminó en la oscuridad de la selva, se hizo visible aquella herramienta ancestral. Cómo ejemplo, en primer lugar, y en segundo, como antesala del espectáculo visual que se aproximaba.

Cuando el guía mencionó “detrás de ustedes pueden ver una réplica”, las cabezas de quienes seguían sus indicaciones, automáticamente, giraron al unísono. Como si estuviesen en una película de acción, y una cámara lenta grabara la secuencia exacta del asombro del personaje perseguido; del que descubre que, a su espalda, se encuentra el enemigo.

Pero este asombro se veía distinto. Al menos ante mis ojos. Se trataba de una aripuca de dimensiones inexplicables, construida con más de quinientos mil kilos de madera de diversas especies. Aquel gigante, de cerca, se hacía cada vez más grande, no sólo en estética, sino también en riqueza histórica. Ya inmersa en la cueva, me dispuse a escuchar el mensaje que escondía en toda su grandiosidad: “Este monumento debe hacernos pensar en lo que tenemos que hacer para cuidar lo que alguna vez tuvimos”.

Quien hablaba era un técnico agrónomo, que argumentó cómo La Aripuca, de basural, se convirtió en un refugio para los árboles nativos (como el cedro, el timbó, el guatambú o el palo amargo) que fueron olvidados a su suerte, ya sea por una tormenta o un rayo cualquiera. Ahí, vuelven a la vida, reinventados en otras formas, pero sin perder su identidad natural.

Todos los rincones de este mundo saben a madera. Y en la tercera y última parada eso se puede comprobar aún con más literalidad. En una de las casas, una galería de alfajores, bombones y dulces a base del yacaratiá —un árbol que habita en Misiones— muestran su mejor perfil.

Cómo les decía, el factor sorpresa fue clave, y a esta altura, inagotable. Mi curiosidad optó por el dulce, el cual asemejaba su sabor al dulce de mamón, por lo que me resultó familiar. Los lugareños aconsejan degustarlo con queso o crema, un guiño que afianza la tradición que, nuevamente, une a toda la región litoral. (La Aripuca abre de lunes a sábados, de 08:00 a 18:00).

Un encuentro pintoresco

Las Cataratas del Iguazú son majestuosas, independientemente del lugar donde las mires. Tanto el lado brasileño como el argentino tiene su propio encanto. Fue en este territorio compartido donde los guaraníes construyeron comunidad con los sacerdotes de la Compañía de Jesús. Es por eso que este atractivo estaba marcado, en mi segundo día de visita, por el destino de las aguas grandes. Quería investigar cómo cambió desde entonces.

A partir de ahí, la experiencia se escribió sola con la misma magia con la que se crea un cuento de hadas. Y es que el trayecto que me llevaba a la Garganta al Diablo se realizaba en un tren que sale a cada 10 minutos. Los vagones recrean los capítulos de un viaje fantástico que no responde al tiempo, pero sí a las ganas de soñar.

Los coatíes buscando comida a lo largo de la última estación indicaban que la caída de agua más imponente estaba cerca. Una prueba de ello era la pasarela de 600 metros que se formaba en medio de los paisajes más lindos del Parque Nacional. El desafío marcó mis primeros pasos. Ya estaba en el baile, tenía entonces que bailar.

Un arcoíris atravesó mi cruce al ruedo central. ¡Y no pudo ser más perfecto! A diferencia de lo que se ve en territorio brasileño, de este lado se podía apreciar el norte de las cataratas, es decir, desde arriba. En aquella perspectiva se observaba el nacimiento de la fuerza del agua, aquel que regala composiciones naturales; canciones hídricas que relajan al cuerpo y el alma.

Pero eso no es todo. El Parque Nacional Iguazú ofrece un abanico de circuitos, desde donde pueden explorarse otros saltos, otros animales y otras vegetaciones. Incluso, a las Cataratas desde otro ángulo.

El broche de oro, indudablemente, quedó en manos de La Gran Aventura. Conocida también en Brasil como el Macuco Safari. Se trata de un recorrido en lancha por el Río Yguazú hasta los saltos que rodean a las caídas más impactantes. La experiencia incluye una descarga intensa de emociones. Definitivamente, quedan las ganas de volver, de repetir el recuerdo una y otra vez.

Cuna de la yerba mate

Desde Puerto Iguazú hasta Apóstoles —la capital nacional de la yerba mate, situada en la provincia de Misiones— son aproximadamente cinco horas de viaje en ruta. Esta ciudad, que mantiene viva sus raíces polacas, es tan colorida, tradicional y diversa que contagia su esencia, incluso, antes de conocerla.

Para llegar hasta aquí hay que hacer una parada obligatoria en la localidad de San Ignacio, donde se encuentran las Ruinas Jesuíticas de San Ignacio Miní. El sitio cuenta historias a través de las piedras barrocas, con las que los guaraníes edificaron sus misiones. Esta construcción no es un simple atractivo turístico, sino un conector con nuestro pasado, una oportunidad para analizar lo que fuimos y seguiremos siendo gracias a ellos.

Desde esta parada, Apóstoles ya no está muy lejos. Su cultura trasciende; es tan versátil que podemos sentirla minutos antes de llegar. Su distancia no divide historias. Todo lo contrario: hace que todo converja en un mismo lugar. Quizás esa conexión venga de raíz y sea la que nos hace uno a los paraguayos, brasileños y argentinos.

De ese suelo fértil, tierra colorada democrática, emerge la yerba mate. En la zona, La Cachuera es la empresa que la produce con una carga histórica que la fortalece en sabor y aroma. Este lugar transmite el ambiente acogedor en el cual crece el producto; un producto familiar a base de conocimientos, años de trabajo y vínculos que permanecen para siempre.

Un sorbo de mate basta para reconocerse en esa costumbre, en ese diálogo heredado por los guaraníes de esa región, y de los que están al cruzar la frontera, al volver a casa.

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