Por: Javier Barbero

Las discusiones en una relación no tienen que ser necesariamente cuestión de ganadores y perdedores, sino la posibilidad de generar ganancias y acuerdos.

Estas conversaciones evidencian que las partes procuran arreglar sus problemas (en este sentido, el silencio sí resulta peligroso). Sin embargo, saber dialogar de forma asertiva para sacar el mejor provecho de los desacuerdos es un desafío por demás importante.

Las palabras “nunca” y “siempre” son en este contexto una generalización que no admite excepciones y por eso, constituyen una de las grandes trampas del lenguaje.


“Nunca voy a mentirte”, “Siempre sos un desorden”, “Jamás voy a permitir que sufras” o “Siempre te amaré como la persona más importante de mi vida”. Afirmaciones como estas suelen, en el transcurrir de la vida, admitir excepciones. En la complejidad del vivir, del madurar, del transcurrir del tiempo, suele ocurrir que los siempre o los nunca se nos caen por peso propio.

Las discusiones son el encuentro de dos o más universos distintos para procurar convivir. ¿Cuál es la solución, entonces? ¿Nunca decir “nunca”? ¿Nunca decir “siempre”?


Aprender a escuchar es el primer paso. Es decir, procurar comprender lo que la otra persona trata de decirnos y no apelar a generalizaciones que si bien pueden responder a un valor o a una convicción, nos alejan del momento presente. Entonces, nos envolvernos en una burbuja afirmativa que suena bonita y genera certeza, pero que no necesariamente sabremos o podremos sostener cuando el tiempo pase y la persona que somos se mueva en sus miradas y necesidades.

Si bien hay “nuncas” que son nunca y “siempres” que son siempre, es interesante hablar en tiempo presente, decir por ejemplo: “Hoy elijo que no voy a mentirte” y “Te amo como la persona más importante de mi vida”.

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