Bagdad, Irak. AFP.

Todo comenzó para estos fieles con una larga espera silen­ciosa bajo el sol poniente de Bagdad. Entonces, lo que la mayoría de ellos solo ima­ginaban en sus sueños más locos sucedió: el papa Fran­cisco apareció. Ante la igle­sia de San José, en la capital iraquí, los pocos cristianos que obtuvieron una invita­ción para asistir a la primera misa papal de la historia de Irak rompen brutalmente su silencio.

Al llegar el Pontífice de 84 años estalló el ululeo –característico grito árabe que hacen generalmente las mujeres en momentos festi­vos– y cientos de manos se elevaron hacia al cielo. En medio de los ramos de flores, de los misales en árabe y de los rosarios apretados entre los dedos temblorosos, Francisco saluda a las mujeres, algunas con la cabeza cubierta de velos negros o blancos. Y parece más feliz que los iraquíes que lo acogen.

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Los jóvenes –pocos en el encuentro– desenvainan inmediatamente sus teléfonos móviles, bajando la mascari­lla para tomarse una foto con el Papa en segundo plano. Se escuchan voces infantiles de un coro de bienvenida al Papa. “¡Hemos estado ensayando durante tres días!”, explicó a la AFP una de las jóvenes cantantes, muy orgullosa, ataviada con una gorra con la foto de Francisco, demasiado grande para su cabeza.

Y, de nuevo, cuando entra la procesión del Papa, vestido de blanco, el poderoso ululeo se eleva mientras resuenan los cantos litúrgicos en árabe de un coro con mascarillas. “Es el primer verdadero encuen­tro entre el Santo Padre y sus fieles”, celebra el padre Nad­heer Dakko, de la iglesia San José, al concluir el segundo día de la visita papal, marcada por entrevistas oficiales.

Un encuentro, no obstante, obstaculizado por las res­tricciones vinculadas al covid-19. Para la comunión, la repartición del vino y el pan bendito, el Papa no se movió. En su lugar, media docena de sacerdotes pro­vistos de aerosoles desin­fectantes sirvieron a los fie­les en la iglesia, depositando la hostia en su mano previa­mente rociada con alcohol. En su homilía, el papa Fran­cisco evocó el amor, el poder de dar testimonio y la fuerza que hay que tener frente a las persecuciones.

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