Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Con motivo de la llegada del mes de la primavera, el autor reflexiona sobre tres efemérides que interpelan el rol del Estado como garante de los derechos humanos como condición para el efectivo ejercicio de otras prerrogativas ciudadanas, así como de los peligros que se derivan de que el agente protector se erija en infractor o instigador de las vulneraciones de derechos.

Setiembre es un mes atractivo a la vez que interesante. Aunque en ciertas oportunidades el deterioro del medio ambiente haga que su llegada no acompañe o contraríe al almanaque y lo que este mes ofrece como producción de sentido que, es por sobre todo, marcar el momento en el que en el hemisferio sur renace de los tiempos fríos que, sin embargo, en ciertas localidades se resisten a partir. De todas formas, el noveno mes del año abre nuestros sentidos a esa realidad que es la pronta vuelta de los días cálidos y, hasta entonces, la naturaleza estalla en múltiples colores y se prolonga la estadía del sol en el firmamento.

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Es un mes encantador. Pero, cuando se lo mira desde otras perspectivas, también se destaca por cada año, existen en su transcurso por lo menos tres efemérides de alcance global directamente ligadas al concepto de Estado democrático de derecho con perspectiva de derechos humanos. El 8 de setiembre es el Día Mundial del Periodista, desde 1958, más allá de que en muchos países esa celebración se realiza en fechas diferentes, específicamente dedicadas a ese colectivo, como sucede en Paraguay cada 26 de abril.

Una semana más tarde, cada 15 setembrino, el calendario global señala que es el Día Mundial de la Democracia que, en el año que corre, fue acompañado por un lema contundente: “Proteger la libertad de prensa para la democracia”. Es comprensible en tiempos de guerras no declaradas en más de una decena de lugares en el mundo, con autócratas, dictadores o anócratas de espaldas a la sociedad civil, esa protección es imprescindible para todas y todos porque tiene que ver con la preservación del derecho a informarse, a saber, que le es propio a la ciudadanía.

Pero, además, el 28 de setiembre de cada año se recuerda también el Día Mundial de Acceso Universal a la Información que, a todas luces, tiene que ver con lo ya mencionado y está profundamente vinculado con la libertad de expresión que –aunque muchos y muchas crean o piensen que se trata de un derecho corporativo que nos asiste solo a las y los periodistas– no es así. Es un derecho de la ciudadanía. Para que quede claro: el prefijo “ex” significa “afuera”. Desde esa precisión, no es demasiado complejo comprender que EXpresar es decir lo que fuere, lo que se crea necesario, lo que aprieta el alma, lo que estruja el espíritu para sacar los sentimientos hacia afuera para que todos y todas sepan de quien se expresa, de sus angustias, de sus alegrías, de sus tristezas, de sus necesidades.

INTERDEPENDENCIA

Sin libertad de expresión, entonces, no hay libertad ni posibilidad para reclamar nuevos o más derechos ni mucho menos saber sobre la cosa pública. Relevante, por cierto y porque, por sobre todo, democracia y libertad siempre es necesario asumirlas como asuntos pendientes porque cada día, cada momento, cada instante podemos ser más libres y más democráticos. Pero, es justo y necesario señalarlo, esta triple vinculación entre democracia, periodismo e información pública para nada es nueva. Va desde el vamos.

Veamos la historia que, siempre, tiene algo para aportar y reflexionar. Suecia conserva la norma más antigua de acceso a la información que data del 2 de diciembre de 1766. Sí, desde entonces y, por esa razón, se ha generado en la sociedad de ese país una cultura de libertad que no precisa de ningún reglamento estricto para garantizar el derecho de acceder a la información pública o ejercer la libertad de expresión. Fue el rey Adolfo Federico quien sancionó aquella norma conocida como la “Ordenanza sobre libertad de prensa e imprenta” que previamente fuera aprobada por el Riksdag (Parlamento) sueco. Un estudioso de la transparencia, Luis Pomed Sánchez, constitucionalista y desde el 2010 jefe del Servicio de Doctrina Constitucional del Tribunal Constitucional del Reino de España, sostiene al referirse a aquella ordenanza que “representa la realización más perfecta de la ‘Era de la libertad’, así llamado al período histórico abierto tras el final de la Gran Guerra del Norte (1721)”, que fue un “conjunto de conflictos bélicos que marcaron el ocaso de Suecia como potencia imperial del norte de Europa (...) con el autogolpe del rey Gustavo III en 1772, que supuso el inicio de una época absolutista y el final de la vigencia de aquel texto histórico”.

BIEN SOCIAL

El periodismo entonces –sí y solo sí– es un bien social. Claramente, así lo marca la historia de la humanidad aunque, en todo tiempo, haya habido y, seguramente habrá, como en nuestros días, marchas y contramarchas. De hecho, desde aquel 1766 hubo de transcurrir 200 años hasta el 4 de julio de 1966 para que, en los Estados Unidos, el presidente Lyndon Johnson firmara la Ley de Libertad de Información. Eran los tiempos de la Guerra Fría que emergió con el fin de la Segunda Guerra Mundial y de bipolaridad. Incluso, hay quienes dicen que protagonizábamos un quiebre de la modernidad. El mundo cambiaba. Y esos cambios angustiaban a la sociedad global que demandaba saber para sentirse parte de la nueva realidad que se configuraba.

RETROCESO

Por allí van las reflexiones en esta noche de viernes, una vez más refugiado en la vieja mecedora. El silencio de cuando el sábado se aproxima sin detenerse es intenso. Se percibe. Con los ojos fijos sobre los leños encendidos que caprichosamente exige aún esta noche primaveral, recordé que en el reporte BTI 2022 de “Tendencias globales” de la Fundación Bertelsmann, que se hizo público semanas atrás, se sostiene que “una vez más ha identificado un considerable retroceso en todo el mundo en lo que respecta a los procesos de transformación”. Nada sorprendente, quizás, después de la pandemia de Sars-Cov-2 que en los dos últimos años afectó a la aldea global.

Añade el informe que “los principios rectores de la democracia y la economía de mercado se han visto sometidos a una intensa presión y están siendo cuestionados por las élites corruptas, el populismo antiliberal y los gobiernos autoritarios” y precisa que “por primera vez el Índice de Transformación incluye más Estados autoritarios que democráticos”.

Da cuenta luego de que “en ningún momento de los últimos 20 años el BTI ha evaluado los niveles de desarrollo socioeconómico y de rendimiento económico tan bajos” y en ese contexto –en tono de advertencia– reporta que “la calidad de los resultados del gobierno también ha seguido disminuyendo, especialmente en lo que respecta a los aspectos de la gobernanza relacionados con el consenso”. Avanzada la segunda década del siglo XXI, pesa leer que “la magnitud de este continuo deterioro puede verse en la progresiva erosión de la calidad de la democracia en muchos países”.

Duele verificar que “el continuo recorte de las libertades políticas y el debilitamiento de las normas del Estado de derecho representan auténticos retrocesos de la sociedad, pero también dificultan las correcciones positivas”. El diagnóstico puntualiza que “al debilitar deliberadamente la separación de poderes y reducir el alcance de la actividad política, los jefes de gobierno elegidos democráticamente y con tendencias autoritarias están más capacitados (aquí refiere a que disponen de mayores herramientas) para mantenerse en el poder”. Y, en esa línea de análisis, resalta que “a la inversa, los partidos de la oposición, las minorías y los grupos de la sociedad civil críticos con el régimen en el poder tienen menos margen de maniobra y menos salvaguardias institucionales disponibles para los esfuerzos de redemocratización” porque “el camino por esta pendiente resbaladiza suele comenzar con un Estado de derecho insuficientemente consolidado” y, “una vez que se pone en marcha de esta manera, la erosión de la democracia suele ser difícil de revertir”.

No vamos bien. La grave situación relevada, discernida y divulgada precisa que, como vamos, se consolidará la tendencia al deterioro. El siempre deseado bien común parece alejarse. Este domingo –cuando algunas personas estén en la lectura de estas reflexiones– en dos países de la región millones de ciudadanas y ciudadanos elegirán a quién o a quiénes quieren que gobiernen. Quienes gestionen la administración de sus Estados. En el 2023, que está a la vuelta de la esquina, habrá presidenciales en Guatemala, Argentina y Paraguay. En el 2024, los momentos electorales serán en México, El Salvador, Panamá, Dominicana, Uruguay y Venezuela.

Ahorita nomás, en este día, en Perú, la compulsa arrojará como resultado los liderazgos que emergerán o se consolidarán en las regiones y municipios de ese país. En Brasil, la decisión popular ungirá – cuando baje el sol o cuando comience la noche– a quien tendrá la responsabilidad de conducir ese enorme país que, pese a crisis históricas y la pandemia, aún se encuentra ubicado en el top ten del ranking global. Pero, curiosamente, los procesos electorales –que durante décadas fueron imposibles en aquella América Latina aplastada y apremiada por crueles dictaduras cívico-militares– lejos de ser verdaderas “fiestas de las democracias”, como suelen considerarlas amplios sectores sociales y académicos, devienen, especialmente en los últimos años, en angustiantes momentos en cuyo transcurso las unas y los otros deben decidir por candidatos o candidatas de los que, en coincidentes encuestas, dudan porque, además, poco y/o nada saben de ellos, de ellas y de las que son sus intenciones para gobernar.

Por si no fuera suficiente, en todas las categorías electorales, notables candidatos y/o candidatas tampoco ofrecen garantías de honestidad ni decencia porque los poderes judiciales regionales –de los que las sociedades descreen profundamente– los tienen en observación, pero largos años demoran para declarar si esos o esas justiciables son o no son personas inmaculadas que puedan candidatearse. “Es trágico no saber si voto a un ladrón o a una ladrona de fondos públicos”, gritaba ante el micrófono de un periodista de la tele, días atrás, un elector brasileño. Dramático. Votar sin información y sin poder informarse adecuadamente marca un déficit en el ejercicio de la práctica democrática del que no es responsable la sociedad en su conjunto. Pero así y todo, ellas y ellos, devenidos en candidatas y candidatos o ya en el ejercicio del poder, no dejan pasar minuto alguno sin dejar de expresar – como en un juego litúrgico– los que son sus monólogos sobre el bien común que, a la postre, solo exhiben como resultantes inevitables de sus gestiones en las estadísticas que sacuden al viento y repiten una y otra vez, hasta el agotamiento, para hacernos saber o creer que nos va bien. ¿En verdad creen, poderosas y poderosos, que el bienestar –cuando es real– es necesario explicarlo? ¿Suponen que es imperceptible? ¿Por qué temen abrirse a las verdades que alumbran cuando se accede a la información en forma personal o a través de medios y periodistas independientes?

DESEO OSCURO

En este contexto, las y los periodistas, donde nos encontremos, les preguntamos y preguntaremos al poder, que obcecadamente procura no responder. No rendir cuenta ni dar explicaciones. No quieren que la sociedad sepa. Aspiran a hacer lo que les da en gana y desearían hacerlo en “un mundo sin periodistas”, como alguna vez lo escribiera el trabajador de prensa argentino Horacio Verbitsky. Un deseo tan oscuro como antidemocrático.

Con este tipo de prácticas la democracia no se consolida ni alcanza niveles de calidad. Los estándares internacionales son claros y precisos. “El periodismo es un bien social”, sostiene Rosa María González, catalana, consejera regional en Información y Comunicación de la Unesco Oficina Montevideo, en el transcurso de una entrevista televisiva reciente. “Ninguna persona debe estar expuesta a acciones de difamación o penales por expresar opiniones”, sostiene Pedro Vaca, relator especial en libertad de expresión (RELE) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en la cuenta de Twitter @RELE_CIDH.

“Desde el derecho internacional, los Estados tienen una obligación primaria de proteger la integridad de quienes están en riesgo por el ejercicio de una profesión, además de ser una profesión que contribuye tanto a la democracia, a las libertades y al interés público”, puntualiza el ex RELE de la CIDH Edison Lanza ante una consulta periodística formulada en el 2018.

ESTIGMATIZACIÓN

Estigmatizar desde lo más alto del poder político, donde fuere, es desproteger e inducir a la violencia contra las y los trabajadores de prensa. Aludir a un conglomerado multimedial categorizándolo como “pocilga” es incurrir en esa precisamente tipificada agresión que menciona Lanza. Ningún lugar de trabajo para las y los periodistas es un “establo para ganado de cerda” ni un “lugar hediondo y asqueroso”, como la Real Academia Española (RAE) define a la palabra “pocilga”.

Recuerden quienes desafortunadamente se expresen así o compartan ese tipo de afrentas claramente antidemocráticas que allí pasamos muchas horas de cada uno de nuestros días para ejercer la profesión con dignidad, con calidad y excelencia. Estigmatizar a periodistas y a medios es incumplir los estándares internacionales para la libertad de expresión y para la libertad de prensa, según los organismos multilaterales de los que forman parte muchos de los países cuyos mandatarios así se comportan.

Esos actos de grave inconducta por parte de jefes y jefas de Estado los aleja raudamente de las tres D –democracia, derechos humanos y desarrollo sostenible– de la Agenda 2030 en general y, en especial, del ODS (objetivo para el desarrollo sostenible) 16.10, que exhorta a “promover sociedades justas, pacíficas e inclusivas”.

Comprendan y comprehendan, poderosos y poderosas, que con esos discursos de odio ponen en peligro a las y los periodistas, a las y los trabajadores de medios a quienes los Estados deben proveer de las Tres P: prevención, protección y prosecución de justicia. Para que quede claro este relato y, por qué no, esta exhortación, desde la perspectiva de la seguridad que todo trabajador y/o trabajadora debe tener cuando realiza sus labores profesionales, esas expresiones, también despojan a las y los estigmatizados de las tres S: seguridad física, seguridad digital y seguridad emocional. ¡Basta de exabruptos! Quien quiera oír, que oiga. Y, para quienes padezcan de hipoacusia política, para quienes miren hacia otro lado, para quienes silban y se hacen los giles, para los cultores y cultoras del “yo no fui” o del “a mí ¿por qué me miran?”, ¡déjense de joder! Aquel que crea o sienta que le quepa el sayo o nuestro más cercano y autóctono poncho, que se lo ponga.

“Ninguna persona debe de estar expuesta a acciones de difamación o penales por expresar opiniones”, sostiene Pedro Vaca, relator especial para libertad de expresión del sistema interamericano.


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