Cuando era niña le gustaba acostarse en el césped por las noches y elevar la mirada al cielo en las noches estrella­das. Entonces se alejaba de su Cali natal, de las peleas de sus padres y de los temo­res terrenales al ver que su familia se derrumbaba.

Tenía 12 cuando su papá abandonó la casa, y aquel divorcio dejó a Diana y a su madre sin nada.

En esa incertidumbre, era solo el firmamento el escape de su Colombia en guerra y de las cosas que no le gustaban. (Solía pen­sar que tal vez-acaso-ade­más de este mundo, allá muy lejos en alguna estre­lla lejana existiera otro, donde la gente se valo­rara distinto y se cuidara). Donde sobre todo las mujeres fueran más res­petadas. Porque su madre era brillante, pero truncó una carrera de medicina al casarse con su padre, y ahora pasaba penurias, abandonada. La misma historia de tantas otras mujeres que la rodeaban: Relegando sueños en pos de formar una familia y apoyar al hombre y luego pasando hambre si el pro­yecto no funcionaba.

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Tenía una lucidez asom­brosa sobre ese tema desde bien niña y desde pequeña se juró que por nada ni nadie renunciaría a sus sueños, aunque dijeran que estaba loca con esa su obsesión por el espacio y sus largas horas bajo las noches consteladas.

Y con esa idea fija en la cabeza, se marchó a Miami a los 17 años. Sin saber el idioma y con 300 dólares en la mochila para empezar lo que sería un largo viaje a las estrellas. Para subsis­tir, lo primero que hizo fue buscar trabajo y consiguió empleo limpiando casas. Todas las mañanas el des­pertador sonaba al alba y salía a tomar el bus que la depositaba frente a los trapos de piso y las esco­bas. Frente a los guantes y detergentes que la aguar­daban. Tenía cuatro traba­jos simultáneos y el sueño era escaso, pero no tan escaso como para derro­tar al más grande de todos: poder llegar a la NASA.

Porque no era una alego­ría aquel amor suyo por los planetas, ni una figura del lenguaje cuando decía que el cielo le fascinaba. Diana Trujillo, empleada domés­tica de 17 años, quería ser ingeniera espacial y a ese sueño apostaba. Y no había estropajo en su camino que la hiciera sentir desdi­chada. Al contrario: Cada baño que le ponía horas en dólares a su trabajo, era una manera de apro­ximarla. Hasta que pudo anotarse en la facultad comunitaria y luego trans­ferirse a la Universidad de la Florida, y de ahí a la Uni­versidad de Maryland.

Ya en su último año uni­versitario se animó a apli­car por fin a la academia de la NASA.

“Apunta a la luna, que aun­que falles llegarás a las estrellas”– le vino la frase a la mente cuando disparó a su sueño y, entre repasa­dores y plumeros, un buen día llegó la aceptación en una carta.

ERA LA PRIMERA MUJER INMIGRANTE HISPANA EN SER PARTE DEL PROGRAMA

En el 2012 fue una de las ingenieras del sistema de comunicaciones para la misión llamada Mars Curiosity rover, y este 18 de febrero fue la direc­tora de vuelo de la misión Marte 2020 que depositó en tierra marciana el Per­severance: el robot explo­rador más avanzado que jamás haya viajado al espa­cio.

Aquel día, a las 2:30 PM, a Diana le cupo la misión histórica de encargarse de la primera transmisión en español de un aterrizaje planetario de la NASA.

Alguna niña tal vez la oía desde algún remoto país hispano. Algún soñador elevaba la vista al cielo desde las sierras de la bellísima Cali. Alguna madre. Alguna abuela. Emocionada a las 3:30 de la tarde, cuando la per­severancia aterrizaba en Marte, luego de un viaje de 470.8 millones de kilóme­tros, un jueves cualquiera.

*El brazo robótico que Diana ayudó a crear será el que recolectará las rocas en el planeta, para poder entender mejor el terreno y lograr saber si alguna vez pudo haber existido vida.

Etiquetas: #Viaje#estrella

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