- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
Unas pocas horas atrás, luego de que La Nación publicara una columna para recordar que el próximo 27 de enero es el Día Mundial de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto y que es necesario que recordemos aquella tragedia, recibí algunos mensajes tan poco pacíficos como incomprensibles. No me sorprendieron. Los odios y las violencias siempre están.
Desde siempre. Como la xenofobia, el racismo y la discriminación. La construcción de otredades negativas es una constante. Por esas razones debemos recordar, pensé más que nunca. La mecedora casi no se movía. Una fina copa de cristal blanco cargada con un fresquísimo Kiedrich Graefenberg Riesling GG Seco, Rheingau del 2018, acompañaba la reflexión. Un puñado de días atrás, la aldea global pudo ver al Congreso estadounidense –el Capitolio-atacado por turbas de supremacistas blancos y blancas que, exhortados por el presidente Donald Trump, solo querían cumplir con lo ordenado: “Cuelguen al vicepresidente Pence”.
El miércoles último, sin rendir cuentas a su nación por ese exabrupto de clara intención criminal, cuando dejaba la Casa Blanca, les habló nuevamente a sus fanáticos y fanáticas: “Adiós, los queremos, vamos a volver de alguna forma”. A partir del que será su legado, esas nueve palabras sonaron más como una amenaza concreta que como un lema de campaña para el retorno. Claramente, a las calles de los Estados Unidos volvieron discriminación, xenofobia y racismo. Etapas iniciáticas de todo holocausto. ¿Fueron olvidadas Claudette Colvin (15) y Rosa Parks (42) –aquella niña y aquella mujer que, en 1955, negaron sus asientos a personas blancas en los buses en que viajaban– al igual que Martin Luther King, desafiantes de las leyes segregacionistas en procura de la igualdad? ¿Fueron olvidados? Seguramente, no por todas y todos, pero sí por algunas y algunos que, en ciertos casos, tienen y detentan poder para ostentar poder, y para hacerlo –entre otras tropelías– construyen con diferentes grados de impunidad real o pretendida otredades negativas.
PATOLOGÍAS SOCIALES
Desde más de tres décadas atrás comencé a estudiar esas patologías sociales y políticas. Alemania, meses después de la caída del Muro en Berlín, fue el destino más adecuado para, sobre el terreno, analizar los efectos de aquellas patologías sociales. Abril del 91. Atrás había quedado Bonn, la transitoria capital alemana desde que el Tercer Reich, entre el 8 y 9 de mayo de 1945, se rindiera derrotado en la Guerra Mundial II y algo parecido a la paz se impusiera sobre el horror que arrasó Europa desde el 1 de enero de 1939. 70 millones de muertos. Shoá. Opresión.
Dictadura. Persecuciones. Judíos y judías. Romaníes. Personas con opciones sexuales diferentes. Humanos y humanas con capacidades físicas distintas. Supremacismo ario. Campos de concentración. Cámaras de gas. Unos 7 millones de muertas y muertos. Bombardeos masivos –de saturación– para poner fin a las ambiciones hegemónicas de Adolfo Hitler. Catorce periodistas de Latinoamérica estábamos allí para conocer, en detalle, cómo el canciller alemán, Helmut Kohl, habría de unificar ese país. Mucha información para analizar. Profundas ref lexiones. Enormes incomprensiones. También quedaron en el camino el Valle de las Siete Colinas –donde los hermanos Wilhem y Jacob Grimm imaginaron a Blancanieves (Schneewittchen), el cuento de hadas más famoso en la historia de la literatura desde 1812 al que, casi irrespetuosamente, Walt Disney llevó al cine y agregó “siete enanos”, en 1937–, la torre donde la leyenda asegura que Sigfrido luchó contra el dragón; el castillo de Petersberg y la casa natal de Ludwig van Beethoven (Bonngasse 20), director de orquesta, profesor de piano, pianista y compositor que entre diciembre de 1770 y el 26 de marzo de 1827, cuando murió en Viena, Austria, participó prolíficamente del clasicismo y el comienzo del romanticismo en la historia de la música.
PRIMAVERA EN ALEMANIA
La primavera en Alemania es una paleta de colores en los que predomina el verde de la campiña en las pasturas supérstites de las nevadas inclementes de inviernos que, en algunas jornadas que parecen interminables, permiten imaginar que –oscuras y lluviosas– no tendrán fin jamás. Aún con esos recuerdos invernales a flor de piel, en Munich, en sus cercanías y en esos tiempos, inhalar es primaveral. Con el querido amigo, hermano, Óscar Flores, colega periodista y docente en la Universidad Nacional de San Luis, en la Argentina y toda la delegación de comunicadoras y comunicadores latinoamericanos llegamos hasta allí un tanto cansados. Nos sorprendió que hubiera tanta gente –familias completas– que recorría sus calles con vestimentas tradicionales bávaras con alegría y gestos de afecto. Llamativo.
¿Cómo pudo haber pasado aquella tragedia? “La banalidad del mal”, diagnosticó Hannah Arendt. Corresponsal de The Newyorker en 1961, para reportar sobre el juicio oral y público a Adolf Eichmann, desde Israel, aquella intelectual brillante escribió en su obra, titulada Eichmann en Jerusalén: “Fue como si en aquellos últimos minutos (Eichmann) resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”. Me sentí muy cercano a la idea de Hanna. Arendt, que escuchó al criminal de guerra en la sala de audiencias donde se lo juzgaba, no encontró en él datos de antisemitismo ni tampoco de sociópata. Entendió que Eichmann solo cumplió órdenes con celo y eficiencia. ¿Cuántas personas como él habrá en Alemania o en el lugar que fuere en este planeta?, nos preguntábamos. Por aquellos años, con las imágenes frescas, recientes, de los alemanes y alemanas que demolían aquella medianera de la vergüenza con épica voluntad, creía que no. Que era imposible. Que nuevos violentos y violentas no tenían ni tendrían espacio social. Hoy, en ese sentido, carezco de certezas.
UN VIAJE EN EL TIEMPO
Cuando algunas horas más tarde ingresamos en la cervecería Hofbräuhaus, creí haber iniciado un viaje a través del tiempo. Miré a mi alrededor. Allí, en 1923, Adolf Hitler intentó un golpe de Estado para derrocar a la República de Weimar. El huevo de la serpiente. Diez años más tarde –democráticamente– fue canciller y se hizo del poder. Cincuenta y ocho años más tarde, estoy en el mismo lugar, pensé. Nadie parece recordar aquello o, quizás, más de los que pudiera imaginar, lo recuerdan perfectamente y por esa razón están allí.
El lugar era muy ruidoso. Un grupo de alemanes con vestimentas bávaras, visiblemente alegres, sentados a una larga mesa, mientras cantaban y bebían cerveza, a voz en cuello, gritaban algo así como: “¡Deutschland wird zu dem zurückkehren, was es war!”. Bastian, un acompañante permanente que cooperaba con nosotros, notablemente molesto y avergonzado, tradujo: “¡Alemania volverá a ser lo que fue!”. Se disculpó por lo que veíamos y escuchábamos.
Nos retiramos. Un par de horas después arribamos al palacio Linderhof, de Luis II de Baviera, al que llamaban “El Loco”. Lujo, lujo y más lujo al pie de los Alpes. Caminar esos jardines invita al silencio para poder percibir con claridad cada uno de los sonidos que cruzan ese espacio de ensueño, en ese pequeño Versalles, como muchas y muchos llaman a esa residencia. Una explicación de la guía me indujo a un supuesto. “Varios de los cuartos que visitamos refieren con su decoración al Sol, en claro homenaje a Luis XIV de Francia (el Rey Sol)”, dijo en español neutro. Aquel monarca, perteneciente a la Casa de Borbón –primo lejano de los Reyes Católicos en el Reino de España– entró en la historia a partir de un lema despreciable: “L’état se moi” (El Estado soy yo). Indisimulado admirador bávaro del absolutismo francés, en la majestuosa Gruta de Venus –que hizo construir en los jardines de Linderhof– le permitió tener allí un espacio similar a la Gruta Azul en Capri, destino preferido de los poderosos más crueles de la historia, para escuchar, con la mejor acústica, la obra de Richard Wagner, el compositor preferido de Adolfo Hitler. ¿Casual? Aún faltaba mucho por ver. Un alto jefe policial de Munich, la mañana siguiente, fue claro, contundente y políticamente correcto. A la hora de un desayuno de trabajo, nos dio la bienvenida “a la ciudad donde nació el más grave y terrible de los terrorismos”. Asociamos con los juegos olímpicos del 72. “No es lo que piensan –advirtió– señoras y señores, ayer ustedes estuvieron en la cervecería Hofbräuhaus, donde un cabo austríaco, en 1923, puso en marcha el plan más criminal de la historia de la humanidad”. Un par de días más tarde, en Berlín, a metros del que fuera y se conoce como “el búnker de Hitler”, cuando un colega colombiano quiso saber el porqué del abandono y descuido del lugar, Bastian fue concreto: “No queremos cuidar este lugar porque nos avergüenza”. Silencio respetuoso. Óscar y yo advertimos que un periodista muy mayor, del sur de Brasil, que formaba parte del grupo, cuyo nombre decidí hace muchos años olvidar, lloraba. El hombre se quebró en el momento preciso en que la guía –una joven alemana, delgadísima– explicó el contexto epocal cuando el sangriento dictador genocida y su esposa, Eva Braun, se suicidaron. Entre sollozos, el viejo sureño brasileño no pudo contenerse. Su palabra, pese al llanto espasmódico, fue clara para todos y todas: “¡Pobre tío Adolfo!”. Profundo silencio grupal. La joven historiadora, sin elevar la voz, pero con firmeza, le exigió que controlara “sus incomprensibles emociones” porque “mis abuelos, mis padres y varios de mis familiares murieron en las cámaras de gas”. Cruzamos miradas duras. Algunos diálogos quedaron truncos. Sabores amargos. Pero ninguna ni tampoco ninguno de nosotros pensó siquiera en la posibilidad de la exclusión para quien pensaba diferente. Con dolor colectivo verificamos que las amenazas están en todas partes. Los discursos mediáticos también pueden ser producidos por quienes adscriben a todo tipo de violencias. Como los odios y las incomprensiones. Son amenazas permanentes. Tiempo después, en otro viaje, ingresé en Auschwitz. Caminé entre las vías por donde entraban los trenes cargados de prisioneras y prisioneros. Recorrí las inmundas barracas.
Las cámaras de gas. Los hornos crematorios. Horroroso. Dwigh Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas que derrotaron al tercer Reich, cuando llegó a los campos de extermino ordenó que los corresponsales de guerra registraran en fotos y películas todo lo hallado en esos tenebrosos lugares porque, “alguna vez, un hijo de puta dirá que nada de esto ha pasado”. Quien entre 1953 y 1961 fue el 34º presidente de los Estados Unidos solo se equivocó en que no fue uno el negacionista. Fueron miles y se proyectan en el tiempo con tendencias que aparecen como crecientes. Basta mirar los contenidos que circulan en las redes para verificarlo. Desde que Alemania capituló, Hiroshima y Nagasaki. Desde que la Guerra Mundial II finalizó, millones de personas fueron y son masacradas.
Las purgas estalinistas, Darfur, República Democrática del Congo, Timor Oriental, Bosnia-Herzegovina, Camboya, Kósovo, Ruanda, las cárceles secretas después del 11S, los genocidios y desapariciones forzadas en nuestra América Latina y el Caribe en tiempos de dictaduras cívico-militares, los asesinatos contra periodistas por parte de organizaciones criminales transnacionales, las múltiples operaciones de extermino contra pueblos originarios, colectivos LGBTQ, comunidades musulmanas y uigures. Las múltiples violencias, al igual que los constructores y negadores de otros y otras diferentes, distintos, desconocidos a las y los que imaginan como peligros que nunca pueden probarse, se multiplican.
De allí la relevancia de los ejercicios colectivos de memoria como el que propone la Unesco (Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) con la efemérides global del Día Mundial de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, son de alto valor social para que desarrollemos sociedades realmente pacíficas, inclusivas, justas, equitativas desde la perspectiva de los derechos humanos en procura de una ciudadanía planetaria. A estos valores también apunta la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. A eso apunto. Porque soy realista, sé que pido lo imposible. Alguna vez dejará de serlo. Seguiré abogando por la paz.