• Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas 

“Siempre nos quedará París”, dice con dureza Humphrey Bogart a Claude Rains. Ingrid Bergman junto con Paul Henreid parten con un ruidoso avión que deja atrás la neblinosa noche de Casablanca. Se pierden entre las nubes. Memorable. Amores imposibles, frustraciones, heroísmos en tiempos inciertos que, nacen, se desarrollan y decaen –nunca mueren, como “los amores que matan” de Sabina- en París. Tal vez por ello –tal vez no- Carlos Gardel, Macoco Alzaga Unzué, Julio De Caro, músico y tanguero, cuando comenzaba el siglo pasado, dejaron atrás Sudamérica, el Río de la Plata y fueron en busca de la luz de aquella ciudad. Tal vez, como muchos años después lo escribieron los hermanos Homero y Virgilio Expósito, en 1944, en “Naranjo en flor”, los jóvenes de aquellos años, entre Buenos Aires y París entendieron que “primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamientos”. ¿Se puede sintetizar mejor?

ANDANZAS EN LOS AÑOS 20

En 1964, el Premio Nobel de Literatura 1954, Ernest Heminngway, publicó post mortem una novela que trasunta energía y, por qué no, una profunda tristeza. "Paris era una fiesta". Las fiestas lo atraían. En 1926, a otro libro suyo, lo tituló “Fiesta”. Sin embargo, aquel relato, era sustancialmente distinto del publicado luego de que decidiera y acometiera su muerte en Ketchum, Idaho, el 2 de julio de 1961. Tenía 61 años. De aquella novela póstuma, numerosos críticos sostienen que se trata de una de sus obras más personales. En ella, el viejo Ernest recuerda las andanzas del joven Hemingway en la capital francesa, allá por los años '20. Entre sus compañeros de parrandas, en ese texto y por fuera de él, emergen nombres que bien podrían incluirse en el que sería, a no dudarlo, unos de los mejores catálogos de intelectuales notables. Ezra Pound, Francis Scott Fitzgerald, Ford Madox Ford, Gertrude Stein, John Steinbeck, Willliam Faulkner, Sherwood Anderson, John Dos Passos, Erskine Caldwell.

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Sin la poesía rioplatense de los Expósito, ese grupo de bohemios que arribaron a París y, en menor intensidad, a otras ciudades europeas, durante una tertulia, escucharon a Gertrude Stein, amiga profunda de Hemingway. Quizás con alguna copa liberadora, miró a aquellos soñadores y soltó su lengua descarnadamente: “Sois todos de una generación perdida”. Seguramente, hicieron silencio. Sin embargo, a Ernest, esa expresión, lo marcó para siempre y con esa convicción transhumó la vida y apuró la muerte. Tiempos difíciles los de la primera posguerra. La década no terminó mejor. La bonanza se derrumbó. La vida social era sinónimo de excesos. Alcohol, drogas, crimen organizado en los Estados Unidos. Ley Seca en ese país desde 1919. Dos familias marcaban el pulso de las finanzas mundiales. Rothschild, desde Europa; y, Rockefeller, desde Norteamérica. Los muchachos del Norte, como los sudamericanos, dejaban atrás Nueva York y otras ciudades para, alejarse y “andar sin pensamientos”. La búsqueda vana del olvido de aquello que siempre se recuerda. Alguna vez leí que Carlos Baker, un biógrafo de Hemingway, sostuvo que, más allá de todo fundamento, en Ernest pesó, para partir, la idea de que en París estaban “las personas más interesantes del mundo” de entonces. En sus calles y en sus bares, conoció y frecuentó a tipos como Joan Miró o Pablo Picasso. Con todos se cruzaban, caminaban por las riberas del Sena, reían o lloraban –como muchas veces James Joyce y Hemingway al fin de las “juergas alcohólicas” en las que se sumergían- en torno de la Torre Eiffel que allí estaba, donde finaliza o comienza el Campo de Marte, desde 1989. Todos conocían a todos y no muchos sabían quiénes eran cada uno de ellos.

EN EL RITZ

Estas historias compartíamos aquel atardecer de aquel año aquel 4 de febrero glorioso con los queridos amigos Juan Carlos Mena y Juan José Escujuri Tellechea, en el bar Hemingway, del Hotel Ritz de París. Celebrábamos el cumpleaños de JC. Abrumado por los conocimientos de ambos, cuando sus silencios me habilitaron, procuré un tono reflexivo para comentar que, por aquellas lejanas noches parisinas formidables, a Julio De Caro con su orquesta de tango, lo contrataron para animar, en la residencia del Barón Rosthschild, dos bailes. Juan Carlos y JuanJo, sedientos y expectantes. “Trois Martini secs, s'il vous plaît”, ordenó Escujuri Tellechea con acento vasco. Algo pasó. Sentí que Marlene Dietrich, que gustaba de los hombres que tomaban ese trago, se instaló silenciosamente entre nosotros. Imaginé que me escuchaba. Temblé. No por la presencia, sino porque fue testigo de casi todas aquellas historias.

DE CARO Y ROSTCHILD

“De Caro llegó temprano al castillo de Rosthchild –continué mientras procuraba mantener la compostura-, era muy profesional. Con sus músicos comenzó a preparar el escenario. Pero, las manos y los brazos no eran suficientes. Desesperaba. Los minutos pasaban irremediablemente. Hasta que descubrió a un hombre corpulento al que, sin consultar nada, le ordenó que moviera un piano de cola muy pesado. El involuntario cooperante cumplió puntillosamente. Don Julio lo recompensó con una modesta propina que.agradeció respetuosamente. De Caro fue más allá. Le indicó que pasada la medianoche, sirviera a los músicos naranjada y sándwiches. ‘¡Nada de alcohol!’, advirtió. La actuación fue un éxito. Cuando los aplausos aturdían. El Barón Rosthchild, se puso de pie. De Caro, demudó. Comprendió que aquel al que ordenó cargar el piano, vituallas para sus músicos y luego recompensó, era el mismísimo noble vestido de entrecasa. Ensayó una disculpa inútil. Rosthchild claramente le hizo saber que, de ninguna manera, le devolvería aquella propina que, para nada, lo ofendió”. Carcajadas. A mismo tiempo que una discreta risa de diva se elevó de entre nosotros. Sólo por los tres aperitivos pagamos 99 Euros. Caminamos sin apuro hacia ninguna parte por Place Vendôme. Se afirma que, Ernest Hemingway, decía: “Cuando sueño con la vida después de la muerte, la acción siempre transcurre en el Ritz". Comprensible. En el Ritz, todavía cuentan que el 25 de agosto de 1944, cuando la liberación de París, en el fin de la Guerra Mundial II, luego que Claude Auzello, director del hotel, le informara a Ernest que los alemanes “se marcharon hace mucho”, cuando quiso saber dónde estaban porque llegó hasta allí para “liberar el Ritz”. Abrumado, se sentó a una de sus mesas y, horas después, se fue, sin pagar, 51 Dry Martinis que bebió como un vencedor. Entre tanta muerte y destrucción, para él, aún, ¡París, era una fiesta!

Hemingway: un combatiente de la vida.
El joven Ernest Hemingway cuando marchó a París
Julio de Caro con la orquesta que animó los bailes en la Mansión Rothschild.
Miradas entre Ernest y Marlene.
La obra póstuma de Hemingway.
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