• Por Ricardo Rivas
  • Periodista

Separan la Iglesia de Santa Felicitas, Barracas, en la zona sur de la capital argentina de la ciudad de Castelli, en la provincia de Buenos Aires, unos 170 km en dirección al sudeste. Allí, sobre una de las márgenes del río Salado, se encuentra el castillo de Villa La Raquel. Alejados un edi­ficio de otro, sin embargo, están unidos intensamente por la trágica vida de Feli­cia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto. Felicitas Guerrero, como se la conoce históricamente y a la que se señalaba como “la mujer más bella y rica de la Argen­tina” pero quien, según una leyenda urbana, como la vida no fue para ella un lecho de rosas, su fantasma, sollo­zante, cada 30 de enero, se hace ver en aquel templo católico en el que, por alguna razón, ninguna pareja quiere casarse. Curioso, por cierto.

TIEMPOS DIFÍCILES

El Chago Novoa, querido amigo, cuenta que Felici­tas, la mayor de 11 herma­nos y hermanas, tenía poco más de 15 años cuando su padre, Carlos José Gue­rrero y Reissig, español; y, su madre, Felicitas Cueto y Montes de Oca, acordaron que debía casarse con Martín Gregorio de Álzaga y Pérez Llorente (60). La niña se resistió. No fue escuchada. El casamiento se consumó. Costumbres epocales.

Eran tiempos difíciles. La fiebre amarilla, en poco tiempo, se llevó a los dos pequeños hijos que tuvo la pareja y, en 1870, al esposo de la joven que, embarazada, al día siguiente de enviudar, perdió el embarazo. La cruel­dad acompañaba su corta vida. Heredera general de Martín Gregorio, se cons­tituyó en una de las muje­res más acaudaladas de este país y, al mismo tiempo, una de las más requeridas de la sociedad porteña. Quien se acercó a Felicitas, que alter­naba sus días entre la man­sión familiar y alguna de sus estancias, era Enrique Ocampo Regueira. Se cono­cían desde la adolescencia.

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EL AMOR DE LA VIUDA

Juan José Escujuri Telle­chea, Juanjo, historiador tan estudioso como buen conta­dor de historias, en torno de una fogata crepuscular que encendimos cerca de La Raquel, a la vera del Salado, mientras mateábamos con vecinos notables de la zona, relató que “en noviembre de 1871, Felicitas amortiguaba el luto con un grupo de alle­gados en su estancia Laguna de Juancho, solo limitada por el Atlántico Sur. Por alguna razón desconocida, aban­donó ese paraje junto con un matrimonio amigo para ir hacia La Postrera, otra de sus propiedades”. Una tor­menta pampeana extra­vió a los cocheros.

“Felicita ordenó detener la marcha hasta que el clima aflojara”, agregó. Inesperadamente, se acercó un joven a caba­llo con la inten­ción de ayu­darlos. Ante la pregunta de Felici­tas acerca de dónde esta­ban, cuentan que el jinete respon­dió: “En mi estancia, que es la suya, señora y se presentó: ‘Soy Samuel Sáenz Valiente’”. Juanjo asegura que “tanto halagó el dueño de casa a los viajeros que la viuda se enamoró”. La novedad tuvo fuerte impacto en Bue­nos Aires. “Las damas porteñas no hablaban más que de ese tema y del vestido que Feli­citas encargó a París para lucirlo ante Sáenz Valiente”, apuntó el Chago Novoa. “Ocampo Regueira, no daba crédito a lo que escu­chaba y sostenía que eran habladurías”, añadió.

¡CONMIGO O CON NADIE!

La realidad estalló en su cara. El 29 de enero del ’72, Feli­citas y Samuel se compro­metieron. Ese mismo día, cuando la joven enamorada ingresó en la residencia de Barracas, su tía Tránsito Cueto le informó que Enri­que Ocampo –aromatizado con alcohol– urgía verla. Aceptó pero lo hizo espe­rar en el escritorio. Algunos allegados percibieron que la tensión crecía. Por esa razón, cuando Felicitas se encaminó al encuentro, su amiga Albina Águeda Casa­res y Rodríguez Seguí quiso acompañarla. No se lo per­mitió. Su hermano Antonio Guerrero (14) y el primo Cris­tian Demaría (22) la siguie­ron discretamente para protegerla. Escondidos los espiaban desde una ventana que daba al imponente jar­dín. No hubo saludos ni bue­nos modales. Ocampo intimó a voz en cuello: “–¿Te casas conmigo o con Samuel?”.

La respuesta fue la que no que­ría escuchar. Ocampo, con sus ojos inyectados en san­gre, intimó con una pistola Le Forcher, calibre 48. “¡Te casas conmigo o no te casas con nadie!”. Felicitas intentó escapar. Corrió hacia el jar­dín. En la puerta del orato­rio familiar Ocampo le dis­paró por la espalda. Felicitas se sacudió y tornó hacia la izquierda por la fuerza del impacto. Cayó pesadamente entre ayes de dolor. Otro dis­paro quebró el pesado silen­cio que descendió sobre la mansión. El agresor falleció minutos después. Testigos de la tragedia aseguran que Demaría forcejeó con el des­pechado asesino y lo ultimó.

El 30 de enero de 1872, Felici­tas murió. En el trágico lugar, cuatro años después, una Igle­sia en su honor abrió sus puer­tas. Desde los años ’30 del siglo pasado se asegura que ese día, cada año, una etérea dama vestida de blanco levita y llora desconsolada.

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