Solo faltaba un día para cumplir sus 17 años, Karina Sánchez Monges vivía ilusionada con la fiesta. Un nuevo amor, dejando un sinsabor atrás, le dibujaba un año mágico. Pero su extraña desaparición dejaría desconcertada a su familia en la víspera de su cumpleaños.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

“Karina, vos no te preocupes. Tu tío y yo te vamos a comprar la carne para el asado y las bebidas. Tu cumpleaños no pasará sin que lo festejemos. ¿Está bien?”, interpeló la mujer, de unos 40 años, a su sobrina, mientras veía cómo de a poco la sonrisa en ella retribuía el gesto que tuvo.

Para ella, Karina significaba mucho, la amaba como a su hija. Verla feliz en la víspera de su fiesta de 17, a tan poco de llegar a la mayoría de edad, significaba mucho.

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No era una tarde normal en el barrio San Blas de la ciudad de Loma Pytã. El sol de ese 5 de enero del 2013 calentaba como nunca, era abrasador. El reloj de todos sincronizaba las 17:00, pero ese ambiente seco, de un rayo insufrible, los situaba a la mitad del día.

Karina y su tía Ninfa Monges pactaron encontrarse en un supermercado poco antes de que caiga rendida la tarde.

Ninfa pensó en adelantarse, llevaba quince minutos aguardando en el local comercial. Karina no llegaba. La llamó una y otra vez al teléfono móvil, solo el pulso incesante decía presente.

IMPACIENCIA

Ninfa se impacientó y creyó conveniente cerciorarse de que todo marchaba según el plan. Llamó a la mamá de la joven y esta respondió que su hija salió de la casa con tiempo suficiente para llegar puntualmente a las 17:00.

Karina estaba forjada con un carácter firme a su corta edad. Era responsable, puntual, disciplinada y muy empática con sus padres, nunca dejaba de notificar todas sus actividades, lugares y amigos con quienes frecuentaba.

Si bien aquello no era un deber, fue llamativo que al menos no se comunicó si tuvo algún contratiempo.

Ninfa podía entrar y adelantar las compras, así lograba pasar el tiempo sin mortificarse. Sin embargo, algo le molestaba. Intuía que Karina no llegaba por alguna dificultad, pero su instinto no era lo suficientemente agudo para pintarle un evento más claro y descubrir qué había ocurrido.

Miró en su delgada muñeca lo que el tiempo le dictaba, una hora transcurrió del acordado encuentro y no aparecía. Para despejar su mente, prefirió volver a su casa con tal de no estimular un tormento de angustia que de a poco se gestaba.

Un instante después de llegar a su casa el incesante repiqueteo del teléfono le devolvía el perturbador presentimiento de que algo no anda bien.

“¿Hola?”, contestó Ninfa. Era la madre de Karina que sollozando interrogaba sobre el paradero de su hija, a lo que no supo contestar. Nada sabían de ella. Se organizaron y coordinaron ir ante la Policía para pedir ayuda, pero el muro legal les impediría avanzar. Debían aguardar 48 horas para que la clasifiquen como desaparecida, mientras tanto todo estaba en manos de la familia.

Debían insistir entre amigos, personas del entorno de la adolescente.

Al retornar a la casa, la búsqueda comenzó. Se dividieron en zonas y la recarga de crédito a las líneas de teléfono eran fundamental para comunicarse y reportar cómo iba el rastrillaje. La noche sería larga.

EL HOMBRE MISTERIOSO

El tío, esposo de Ninfa, fue a una despensa para abonar por las llamadas que debía hacer para rastrear a su sobrina. Al llegar al comercio –más popular– del barrio, una vecina le dio un dato interesante. Karina estuvo con un chico esa tarde, era un joven que mantuvo una relación amorosa con ella por algunos meses.

Ese hombre misterioso era Juan Ramón Solís Ferreira. Tenía 19 años en ese entonces. Lo conocían como un chico introvertido, muy tranquilo. Sumido en el mundo espiritual de la pequeña capilla del lugar, al menos así se mostraba públicamente. Al terminar el colegio, trabajó para ayudar a sus padres, eso consistía en dispensar una heladería que tenía la familia en la casa que alquilaban en la ciudad.

La despensera conocía los secretos de la comunidad, tenía ojos y oídos en todos lados. Ese dato no se le podía escapar y menos los números de teléfono móvil que hacían recarga constantemente en su local. Fue así como el tío –de Karina– logró llamarlo. El teléfono sonó hasta que una voz precoz contestó: “¿Hola? ¿Quién es?”. “Juan, el tío de Karina soy, ¿ella está contigo? Desapareció y me cuentan que te vieron con ella esta tarde”, respondió.

Del otro lado del teléfono, Juan se tomó el tiempo de contestar: “Yo no le tengo a Karina, señor. Le entregué su celular en la plaza del barrio, después ella se fue por su cuenta y yo por la mía”. Pusieron fin a la conversación.

Al hombre su experiencia le decía que este joven mentía. La forma en que contestaba le generaba muchas dudas y esa desconfianza prefirió trasladarla a su esposa y cotejar si estaba diciendo la verdad.

El teléfono de Ninfa repicó sobre la mesa, era su esposo.

“Decime, ¿encontraste a Karina?”, preguntó la mujer.

“No, aún no”, contestó él. “Pero la mujer de la despensa me dio un dato interesante, estuvo con un muchacho que fue su novio. Lo llamé, pero me dice que no sabe nada de ella, algo me dice que no está contando todo. Andá a su casa y fijate que Karina no esté ahí”.

Ninfa fue a la casa de Juan, preguntó por él y no estaba. Pero la casualidad le dio una segunda oportunidad. Cuando giró sobre sí para retomar su camino, el chico se cruzó con ella y le dio una espantosa sensación al verlo. Sintió que ese momento se detuvo, se enfocó en su rostro, casi cubierto por un pelo liso castaño. Lo miró fijamente y creyó leer su mirada. A lo que siguió una lógica pregunta: “¿Dónde está Karina, mi hijo?”.

Pero antes de contestar, el joven desarmó la tensión siendo cordial.

“Hola señora, ¿cómo le va?”, extendiéndole la mano derecha esperando deferencia.

Ninfa quedó sorprendida y no le quedó otra que devolverle la cortesía.

“Bien mi hijo, estoy bien”, contestó con un falso alivio. Juan retomó la conversación intempestiva: “Señora, yo no le tengo a tu sobrina y no sé dónde estará”.

Pero Ninfa no le creyó y pensó que insistiendo quizás lograría sacar más información: “Decime bien dónde está, Juan. Porque a vos te vieron, Karina se fue contigo”.

El joven retrucó al instante, dominaba la situación. Sabía cómo eliminar cualquier duda sobre él demostrando control y seguridad. Abriendo aún más sus ojos de color café, despejando su rostro de alguna marca, que alguna expresión de duda pudiera denotar. Las cambió por señales faciales de total tranquilidad y volvió a negar: “Señora, no. No sé nada de ella”.

JUAN NO SABE NADA

Ninfa se sintió derrotada en su instinto, pero solo por ese instante. Más tarde volvería a la casa de Juan y comenzaría a requerir nuevamente por información. En ese momento, la mamá del joven salió a respaldarlo diciendo: “Señora, búsquenla ustedes por su cuenta y nosotros lo haremos por la nuestra. Si de algo estoy segura es que Juan no sabe nada de su sobrina”.

La persistencia de los padres en defender a Juan no concluyó ahí. Al día siguiente, el papá del adolescente fue hasta la casa de Ninfa a ponerse a disposición, le reiteró su voluntad de sumarse a la búsqueda y ratificó que su hijo no sabía nada. A Ninfa eso no le convencía. Por la tarde, la mortificada tía escuchó que alguien llamaba con aplausos frente a la casa, algo dentro de ella le llenó de esperanzas, tal vez era la imperiosa necesidad de disipar la incertidumbre. Más allá de buenas noticias, era Juan y para ella, él no era grato. El joven la saludó de nuevo y dijo al mismo tiempo que extendía la mano: “Señora, yo no sé nada de Karina, pero en lo que les pueda ayudar, yo estoy. Si quieren puedo colaborar con combustible para la búsqueda”. Más adelante la familia de Karina quedaría atormentada recordando este pasaje.

Pese a esa premonición fatalista que tenían, los familiares de la desaparecida no bajaron los brazos y, antes de cumplirse las 48 horas que pedía la Policía, empapelaron todas las columnas de la ciudad con volantes que ofrecían recompensa por información sobre Karina. Las papeletas tenían su fotografía, arriba de ella decía –con una tipografía en 72– “SE BUSCA” y debajo de la imagen: “Recompensa. Llamar al 09----------”. Muchos veían el volante al pasar, pero nadie reportaba algún dato.

El fin de semana fue el más duro. Todos reunidos en la casa de sus padres, pero sin respuestas. El silencio era espaciado y eterno. No hubo movimiento, como en días de santos. El lunes la historia cambió.

Las sospechas de la familia no solo apuntaron a Juan, lo único que sostenía el dedo acusador sobre él era lo mencionado por la mujer de la despensa. Además de la desconfianza que generaba y lo poco creíble que se lo escuchaba. Pese a todo esto, no era suficiente para vincularlo y, más aún, encontrar a Karina.

En aquel tiempo la joven estaba comenzando una relación con otro muchacho, eso abría en algo el campo de las sospechas. Se la veía dispersa, en ese mundo de ilusión que trae el conocer a una persona. Él también fue interpelado por los padres de la joven y lo único que atinó a decir es que en esos días en que comenzaba a hablar, ella siempre se quejaba de su anterior novio, de lo obsesivo que era y lo demandante en que ella no podía volver a tener otra relación. Esa molestia era constante y abrumadora, tanto que a veces pasaba más tiempo consolándola que siendo el responsable de una sonrisa. La última vez que supo de ella fue en la mañana del sábado 5 de enero, aguardando la invitación para su fiesta de cumpleaños. Pero eso no ocurrió…

Continuará

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