- Por Ricardo Rivas
- Periodista
Con el querido amigo Augusto Dos Santos, colega periodista y maestro, de paso por Buenos Aires, algún mediodía llegamos hasta el restó Zum Edelweiss –Libertad entre Corrientes y Lavalle, en Buenos Aires, inaugurado en 1907, tiempo antes de que abriera sus puertas el Teatro Colón– para almorzar. Quiso conocer “un clásico” y cumplí. Es uno de los puntos de encuentro de artistas nacionales e internacionales, famosos y otros con sueños de serlo, cuando los relojes, custodiados por la Luna, indican que ha pasado cada medianoche. De hecho, sus dueños y fundadores, la Familia Masciarelli, suelen afirmar que se trata de “un lugar para mirar y ser mirado”.
LA REINA DEL BOLERO
Nuestra charla, regada con Famiglia Bianchi Reserva Malbec 2012 –un tinto de excelencia–, se extendió avanzada la tarde. Como suele suceder entre periodistas y sin que pueda recordar cómo ni por qué, el tango ganó espacio. Tal vez influyó la cercanía del mítico Obelisco. Por momentos parecía que la presencia de Carlos Gardel, quien frecuentaba la casa, sobrevolaba cerca de nosotros. Pero hacía falta una historia. Quizás en el segundo café permitió recordar que, en ese mismo lugar, en uno de los reservados que se encontraban a espaldas de Augusto, cené hasta muy de madrugada con Olga Guillot, la “Reina del Bolero”, allá por 1979. En finas copas tubo disfrutábamos de un Chandón Brut Nature Rosé.
La Guillot dio un concierto como pocos en Micheángelo, un mítico reducto gastronómico y artístico en Balcarce 433, San Telmo, el barrio viejo de Buenos Aires. Con su voz tan particular aquel escenario, construido en las entrañas arcillosas de los tiempos coloniales cuando los contrabandistas eran más que el propio Fernando VII, era un templo. De pronto, con sentimiento inocultable y en tono de oración, mirándonos fijamente, luego de un corto silencio, se acercó el micrófono, suspiró y en tono de susurro… “Intentaré… enamorarme otra vez… voy a arriesgar mi tranquilidad…”.
Estremecía escucharla. Por sus gestos aquella madrugada, quise creer que hablaba de sí misma. “Hablas de ti”, me animé a decirle desde mi lugar en la primera de las filas. Me miró fijamente y a mi compañera con la que desde entonces caminamos juntos. “Porque no puedo más con esta soledad…”. La duda se esfumó. “Seré más fuerte, más de lo normal, a ver si domo a mi consciencia…”. En tono de súplica reiteré: “¿Hablas de ti?” Menos de una hora después cenábamos en Zum Edelweiss. Las confidencias se posaron como luciérnagas portadoras de recuerdos.
ALGUNA VEZ, EN 1943
“Alguna vez, en 1943, llegué a Buenos Aires invitada por el maestro Francisco Canaro, un creador del tango como pocos”, recordó Olga. Precisó que se conocieron en La Habana, Cuba, donde “con aquella orquesta que dirigía actuó entre 1942 y 1943. Él quería que cantara tangos como lo hiciera en mi juventud cuando imitaba a las argentinas Mercedes Simone y Libertad Lamarque en busca de mi identidad artística. Dije no, pero a pesar de contradecirlo me aseguró cuando nos despedimos que me esperaba aquí. Acepté”. Sus ojos brillaron en el mismo momento en que una sonrisa endulzó sus labios. Quise saber más.
“Cuando llegué supe que con Canaro cantaba la Tita Merello. Mujer gigante, con enorme dominio de la escena que era éxito en donde se presentara. En teatro, en cabarets, en cine, en cualquier lugar. Una noche… Canaro vino a verme, desde su palco. Canté lo mío: boleros. Así fue durante una semana. Luego de cada show, me enviaba flores y cenábamos.
Pero, un sábado, en ese pequeño palco que le reservaban siempre, desde donde miraba mi espectáculo, no había nadie. Cuando iba por el sexto tema, sorpresa total, vestida como la estrella que era, allí se sentó la Merello que clavó sus ojos en mí. Mis piernas temblaban. Continué. Olvidé que me miraba y cerré con todo. Tita se puso de pie. Con su voz arrabalera superó los aplausos y gritó: ‘Te quería escuchar. Tiene razón Canaro, cantás con los ovarios’. Me dio la espalda y se fue echando candela. Nunca volvimos a vernos”. Augusto volvió a su amado Paraguay.