Trepados al techo de su vivienda, en una carpa improvisada, Isacio Burguez, músico, y su cuñado Monzón, panadero, reflexionaron toda una noche en aquella inundación de 1983 sobre las razones por las cuales se eligió ese sitio y no otro para fundar Pilar. Cuando ya amanecía y compartían unos mates, Isacio dijo algo que sus amigos no olvidarían jamás: “de cualquier manera si Pilar la fundaban en otro sitio, yo jamás iba a vivir allí”.

Esa es la historia de Pilar y los pilarenses que en toda su historia confrontaron con sucesivas batallas de una larga guerra con el agua y jamás fue una historia de resignación, sino de esa forma más digna de enfrentar los problemas: la resistencia.

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Los pilarenses saben, o esperan, que un día el ingenio de la civilización sabrá encontrar una fórmula para que puedan convivir con el agua sin sobresaltos.

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El poeta pilarense Carlos Alberto Mazó escribió ese mismo año un poema inolvidable que enfrentaba al río con una frase que no era un ruego temeroso sino una apelación de amigos: “Volvamos a ser hermanos”.

Por todo ello es imposible entender el problema pilarense sino desde la convicción de un pueblo dispuesto a seguir adelante, progresando y creciendo, con el presupuesto de enfrentarse de tanto en tanto con el agua, esa misma que en toda su historia también fue su aliada, que adorna sus playas, que surte a su economía del generoso fruto de la pesca. Eso esperan, que alguna buena idea de ingeniería borre para siempre la palabra inundación de su previsión urbana.

Hay una tentación de mirar estas fotos y recurrir a la idea de compararla con Venecia. Es una pésima idea. Aquí la gente sufre, muchos han perdido todo y, por sobre todo, muchos deben empezar de nuevo. No hay desgracia idílica, lo único poético es la lucha, esa forma heroica de pelear contra el elemento más poderoso del universo: su fuerza natural, con la pretensión de ganarle una batalla… y muchas veces lo lograron, otras veces, como en esta ocasión, no.

Cuando llega la noche y los flashes de la prensa acaben de iluminar los momentos, habrá niños durmiendo sobre camas a centímetros de sumergirse, habrá serpientes y alimañas y una mujer embarazada tendrá terribles dificultades para llegar a tiempo a una sala de partos a bordo de una endeble canoa. No hay fantasía en un pueblo inundado, por el contrario, es la realidad más desnuda y descarnada.

Mucho más que noticias y autoridades que recorran sus calles o sobrevuelen su geografía, incluso más que víveres o equipamientos de drenaje, lo que esta ciudad necesitará es ideas de futuro. Y tanto periodistas como autoridades, alguna vez, debemos aprender que el drama de los inundados recién comienza cuando acaba la inundación.

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