Por Olga Dios

En 1922, cuatro años después de la Revolución de Octubre, el Conde Alexander Ilyich Rostov es juzgado por un tribunal bolchevique y considerado “un aristócrata irredento”. Por ciertas dudas sobre su verdadera ideología, debido a un poema que pudo o no haber escrito en su juventud, no es condenado al paredón, sino al confinamiento.

Y no cualquier confinamiento. No lo mandan a su grandiosa dacha en Nizhny Novgorod, probablemente porque ya estaba expropiada, sino que le permiten seguir viviendo en el lujoso Hotel Metropol de Moscú. Con una pequeña capitis deminutio: de su suite de lujo pasa a ocupar una pequeña habitación en el ático. Allí, Rostov guarda reliquias de su antigua vida y de un mundo que ya no existe: dos o tres muebles, un retrato, un samovar. Algunos libros. Condenado a una existencia pequeña, limitada, definida.

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Pero la vida no acepta limitaciones, e irrumpe en el confinamiento de Rostov en la forma del personal del hotel y sus habitantes, sobre todo en la forma de una pequeña huésped, Sofìa, una niña huérfana, a quien informalmente adopta y que se convierte en su razón de ser.

Cada mediodía, el antiguo aristócrata se calza la chaqueta blanca, y en su nueva posición de Jefe de Camareros, se reúne con Emile y Andrey, Chef y Maitre, respectivamente, del célebre Restaurante del Metropol, el Boyarsky. El régimen trata de imponerse sobre el lujo y los placeres sibaritas que el Boyarsky preserva celosamente. En uno de los momentos más ridículos se ordena retirar la etiqueta de todas las botellas de vino de la bodega: el restaurante solo puede servir vino tinto o blanco. Aun así, Rostov logra salvar por su especial diseño, dos espadas que sobresalen sobre el vidrio de la botella, una botella de Chateaunef du Pape.

El tiempo pasa, el mundo se detiene dentro del Metropol, pero Sofía no, la pequeña crece y se convierte en una adolescente con un enorme talento para el piano, lo que causa la verdadera y gran revolución en el mundo de Rostov: su ático se vuelve inmenso, el futuro de la chica exige que se tomen decisiones drásticas.

Todo esto y más es “Un caballero en Moscú”. Me esperaba una melancólica oda a un pasado irrecuperable, a un mundo perdido. Pero me encontré con un canto de cisne a la vida, a esa que no se detiene, que se mete por cualquier resquicio y brota a través de una sonata de Chopin o el sabor de una manzana en el bosque de Nizhny Novgorod.

“Sí, fueron esos los días del Eliseo, pero como los mismos Campos Elíseos, pertenecían al pasado. Junto con los chalecos y los corsets, con los bailes de cuadrilla y el juego del bezique, con el patronazgo sobre almas, el pago de tributos y los iconos apilados en un rincón…”

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