Estamos obligados a ser opti­mistas, pero, también, rea­listas. De situaciones peores ha sobrevivido el mundo, aunque a un elevado costo. Algunas, originadas en la naturaleza, otras, pro­venientes de enfermedades y no pocas creadas por el propio hombre, como las guerras. Todas esas tragedias las hemos vivido como nación. Y volvimos a reconstruirnos, una y otra vez. No es con ánimo derrotista, angustiándonos anticipadamente por la debacle socioe­conómica por venir, que vamos a salir airosos de esta emergencia. Es tiempo de serenidad. De dominio propio. De tener fe. Hay que superar esta crisis por etapas. Por ahora, la consigna de hierro es permanecer en casa y mante­nernos vivos.

Ser optimistas no implica dibujar castillos en el aire. Ser optimistas es reconocer nuestra propia capacidad, nuestra voluntad creadora, nuestra fortaleza espiritual para sobreponer­nos a las adversidades. La realidad que se aproxima será altamente compleja y económicamente dura. Pero como dice el refrán “si hay vida, hay esperanza”.

Gran parte de la sociedad asume a con­ciencia respetar las endurecidas res­tricciones del Gobierno para evitar la propagación del coronavirus. Tene­mos lecciones que aprender de países del primer mundo de Europa, como, por ejemplo, Italia. Aprender de cómo las medidas no tomadas a tiempo y la irresponsabilidad de un sector de la población someten a esta nación a un récord de tristezas: 800 muertos en un lapso de 24 horas.

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De las esquirlas del coronavirus no se salva nadie. Amortiguar su impacto es el gran desafío. Lo decimos casi todos los días, porque consideramos que es por la vía de la repetición que muchos podrán, finalmente, entender que vivi­mos momentos críticos. Infelizmente, debemos admitirlo, persiste la cuota de irresponsabilidad. Y de irresponsa­bles que no tienen la más mínima con­ciencia de que sus actos son un verda­dero peligro que pueden dejar al virus el camino liberado para un contagio a gran escala.

Está demostrado que ni la amenaza de una sanción punitiva o la prisión logra contener a esos grupos de inadaptados sociales. Producto, en parte, de la falta de una cultura cívica que arrastra­mos como un gran déficit de la educa­ción. Porque aun con una cuarentena estructurada en su rigor casi máximo, el acatamiento, aunque alto, no es total. El Gobierno está fallando en su campaña comunicacional. No se trata solamente de tener buenos voceros, como indudablemente lo son los minis­tros del Interior, Euclides Acevedo, y de Salud Pública, Julio Mazzoleni.

No se trata únicamente de las perso­nas amontonadas en los supermerca­dos sino de jóvenes del interior que se reúnen para tomar bebidas alcohólicas y divertirse con cualquier deporte. Y hasta tenemos a gente que usa las redes para instar al resto de la sociedad a lle­var una vida normal en las calles.

Desde el inicio el Gobierno está fallando en articular una campaña de comunicación más agresiva, donde no se hable con exclusividad de las medi­das de prevención sino de las terribles consecuencias que esta enfermedad va desparramando por el mundo. Debe ser una campaña ordenada y sistémica, crudamente expresada, delineada con un guion dirigido para evitar la disper­sión del mensaje. Algunas frases del ministro Acevedo pueden ser útiles para que repiquen como martillazos en la mente de los inconscientes.

Repetimos, hasta ahora las riguro­sas medidas del Gobierno no tuvieron un acatamiento del ciento por ciento. Por eso, desde el primer día advertía­mos que esas determinaciones tenían que estar enlazadas con una comuni­cación de Gobierno realista, honesta y eficiente. Creemos sinceramente que todos los medios aportarán un espacio para que esa ausente campaña pueda cristalizarse.

Aunque la verdad sea dura, es impres­cindible para saber en qué estado nos encontramos. Y qué nos espera. Uni­dos en la solidaridad habremos forjado, como tantas veces, nuestro destino de optimismo.

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