De tanto en tanto, en nuestro país cobran inusitado protagonismos ciertas prácticas que cualquiera creía erradicadas y que más bien, por troglodita y completamente contramano a la naturaleza del hombre, se correspondería más con el paleolítico que con los tiempos modernos.
Esta semana que acaba surgió ante la opinión pública, mediante la viralización de un brutal video en el que un intento de persona adulta había amarrado un perro a una moto y arrastrándole a través de la ruta al pobre animal que de esa manera, mediante la tortura física, iba camino seguro a su muerte. Afortunadamente eso no ocurrió, pues así como la crueldad humana se hizo palpable en esas imágenes, también la solidaridad y la defensa de un ser vivo sometido a ese salvaje maltrato también estuvo presente, gracias a lo cual se pudo salvar al can e identificar al maltratador.
Esta práctica deleznable, desgraciadamente, se repite de tanto en tanto en nuestro país. No fue el primer episodio ni será el último que incluya a ejemplares caninos. De hecho, persisten otras prácticas igual de reprobables como la utilización de animales para transporte de carga o para labores en la chacra en los últimos años. El rechazo de una parte de la población ha propiciado, por ejemplo, algunas acciones aunque esporádicas bastante plausibles como la introducción de motocarros para sustituir el transporte de tracción a sangre, como sucedió en Asunción hace unos años.
El caso del video viralizado, que se produjo en la zona de Misiones, ha generado además de la lógica indignación ciudadana el debate sobre dos aspectos en los cuales hay que trabajar en el futuro inmediato: concienciación y normativa para castigar estos salvajes hechos.
Sobre el primer aspecto, es indudable que habrá una mayor conciencia sobre el trato –el buen trato– que debe existir hacia otras especies y otros seres vivos que cohabitan la Tierra en la medida que crezca el debate sobre este tipo de brutalidades y se divulguen los derechos de los animales (mucha gente desconoce que en el año 1978 se estipuló una Declaración Universal de los Animales, que es apenas una mera declaración de intenciones, y que no tiene vinculaciones legales reales, sino morales).
Sobre este último aspecto, la legislación cobra énfasis mayúsculo debido que las conductas tan bárbaras e irracionales como la del misionero que arrastró al can, no pueden soslayarse y limitarse a penas pecuniarias. La ley debe ser implacable con esta clase de delitos y aplicar sanciones duras y ejemplificadoras, que a su vez tengan el objetivo ulterior de persuadir a futuros episodios de crueldad no se repitan.
En varios puntos podríamos coincidir con aquel recordado dirigente, pacifista y artífice de la independencia india de la corona británica, Mahatma Gandhi, aquel hombre sencillo y extraordinario a la vez que dejó numerosas enseñanzas sobre la no violencia y sobre el pacifismo y el respeto ante todas las demás especies.
Una frase que encierra su profundo pensamiento solo despierta unanimidad. “La grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por la manera en que trata a sus animales”, enseñaba aquel hombre una gran verdad; una verdad que muy a pesar nuestro nos reprueba como sociedad en su relación con las demás especies.