En una sociedad altamente demo­crática, el triunfo o el fracaso elec­toral son probabilidades ciertas. No constituyen el camino a la tra­gedia. Ni las victorias son para siempre ni las derrotas son eternas. Tenemos ejemplos en la región de líderes que perdieron una y otra vez, hasta que, finalmente, pudieron acceder a la Presidencia de la República de su país. Lula, en el Brasil, es uno de ellos. No entra­remos a analizar las causas judiciales que hoy le acosan. Rescatamos esa tenacidad de no rendirse ante la primera adversidad, más allá de si su gestión fue eficiente y, al mismo tiempo, transparente. Otros, sin embargo, en el primer traspié se alejaron de la política.

En nuestro medio tuvimos algunos que se animaron a buscar el poder fuera de la línea de la clásica disputa (colorados y liberales). Y al no conseguirlo, volvieron a la normalidad de sus vidas cotidianas. No tuvieron paciencia, o convicción, para armar el famoso tercer frente. Al menos uno con la suficiente fuerza que pueda dis­putar el poder real a las dos históricas aso­ciaciones políticas del Paraguay. La expe­riencia de Fernando Lugo justamente por eso no cuenta, porque fue en alianza con uno de los partidos tradicionales. Un expe­rimento que terminó de la manera menos deseada. Porque, al final, las consecuen­cias de las crisis recaen en el pueblo, sobre los sectores más carenciados.

No todas las veces podrán controlarse las variables y coyunturas que rodean a un proceso comicial. Ni con los mejores ase­sores. Las campañas tienen imprevistos incontrolables. Se debe estar preparado, incluso, para eventuales guerras sucias. Muy pocos son los que quieren ganar por sus propios méritos y virtudes. Por lo general, apuestan todas sus fichas a los defectos, o algún pasado poco claro, de sus adversarios. Esa situación no ha variado mucho en los últimos años. El lenguaje de la descalificación está muy arraigado en el modo de hacer política de una gran pobla­ción dirigencial.

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Los políticos tienen que acostumbrarse a la idea de que no siempre se puede ganar. Y, sobre todo, a cualquier costo. Ello no implica que los candidatos deban bajar a la arena electoral con ánimo derrotista. La posibilidad de triunfar siempre estará latente, es el combustible que impulsa cualquier candidatura, salvo aquellas que son meramente testimoniales. O que son lanzadas con la sola intención de nego­ciar. Numerosos son los que desisten ante un buen arreglo económico. Aquí no hay ninguna irrealidad. Estos cuadros ya los vimos en el pasado. Y volverán a ser repre­sentados, una y otra vez, en los próximos meses. Estamos en un complicado año electoral. Complicado porque será dentro de un clima de crisis económica de la que, según los técnicos, estamos saliendo len­tamente.

Todo cuanto dijimos en líneas precedentes tiene el propósito de reclamar unas elec­ciones marcadas por la madurez cívica. No es la guerra. Pero, sin ser pesimistas, los antecedentes más cercanos nos indican que será un infernal campo de batalla.

El camino a las elecciones municipales fijadas para el 8 de noviembre tiene una escala previa. Y esta vez será una escala muy dura: las internas del 12 de julio. El Partido Liberal Radical Auténtico y la Asociación Nacional Republicana tienen una enconada hostilidad interna. Que tampoco es una situación nueva. Pero la multiplicación de los canales de informa­ción la hace más visible. A esto debemos sumar que los partidos o movimientos que se declaran de izquierda están también profundamente divididos. Infestados de esa vocación caníbal tan característica de nuestra política criolla.

En estas contiendas electorales tendre­mos dos grandes sectores. Aquellos que ya no confían en los candidatos de los partidos tradicionales y los seguidores de estos últimos que esgrimen el argu­mento de que el solo hecho de tener un origen diferente no es garantía de buena gestión. Ni de manejo honesto de la cosa pública.

Las redes, como nunca antes, estarán con­taminadas por perfiles falsos y anóni­mos con pretensiones de destrucción sin importar las armas, que, generalmente, suelen ser la difamación y la calumnia.

Gran tarea tendrán los denominados medios tradicionales para ilustrar al lec­tor-elector sobre los antecedentes, for­mación académica, programas y proyec­tos de cada candidato. La misión es que se aprenda a elegir, no simplemente a votar. Aquí cabría la expresión: todo el espacio que sea posible y toda la ecuanimidad que la ética profesional nos demanda.

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