Lo acontecido el miércoles último, cuando un peligroso reo acusado de narcotráfico fue rescatado en pleno día por sus secuaces en una acción de película en la vía pública de la capital, no es un hecho policial cualquiera. El espectacular asalto al móvil penitencia­rio que venía de Tribunales, la precariedad de la custodia de seguridad y el asesinato de un comisario que con la patrullera policial seguía la comitiva del narco no representan un acontecimiento más de los numerosos actos conocidos últimamente. Configuran a esta altura una grave situación en el pano­rama de la seguridad del país que amenaza el tablero político del Gobierno.

A medida que transcurre el tiempo se van conociendo los detalles del suceso, se notan los errores en los procedimientos, las equi­vocaciones de las personas, la supuesta entrega de uno de los guardiacárceles. También se percibe la negligencia de algu­nos funcionarios y la falta de profesionali­dad de las autoridades para hacer cumplir las normas y ejercer el control del com­portamiento de los que prestan servicio en las penitenciarías. Con todo ello queda claro que no se trata solamente del accio­nar de unos facinerosos, sino de la innega­ble incompetencia de los individuos por su equivocada actuación o por la omisión de los que tienen que actuar y no lo hicieron. Además de la consabida corrupción que abunda en los centros de detención.

Luego de los lamentables hechos que agita­ron la tranquila siesta capitalina, las auto­ridades del Ministerio del Interior y del Ministerio de Justicia se acusaron mutua­mente por las fallas constatadas para eludir la responsabilidad de lo sucedido, en una deplorable actitud infantil. Parecían dos niños pequeños que jugando en la casa rom­pieron una valiosa vajilla de la madre y tra­tan de acusar al otro por lo acontecido con irresponsabilidad y descaro.

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La tarea de dar seguridad a la ciudadanía y de conducir desde el poder a las fuerzas que deben garantizar la tranquilidad del país constituye una responsabilidad de pri­mer orden que no se puede eludir con eva­sivas ni actitudes infantiles. La protección de la vida de las personas y de sus bienes, el amparo de la pacífica convivencia civilizada y la defensa de los legítimos intereses de los individuos no son un simple juego de niños. Es el más serio compromiso que tienen las autoridades y funcionarios encargados de la seguridad.

Ni el ministro del Interior ni ninguna otra autoridad responsable pueden andar bus­cando excusas ni señalando a culpables en cualquier parte para eludir lo que le corres­ponde asumir como encargado de la protec­ción y tranquilidad de la ciudadanía para­guaya. Si no es capaz de conducir la nave, tiene que abandonarla y dejar que gente más capacitada y más profesional se haga cargo de la misma. Nadie es imprescindible en un cargo público recibido por nombra­miento y menos si la capacidad demostrada está en entredicho por la gravedad y canti­dad de los hechos acontecidos.

En los casi trece meses de la administra­ción Abdo Benítez, innumerables sucesos delincuenciales están hablando muy nega­tivamente de la conducción de la seguri­dad nacional. La gran cantidad de asaltos, los cada vez más numerosos asesinatos, las escandalosas muertes por ajusticiamiento de presos en las penitenciarías, la toma de localidades por bandas de ladrones asesi­nos y la postura provocadora de las bandas criminales que desafían abiertamente a las fuerzas del orden constituyen una graví­sima crisis de seguridad que no se puede ignorar. Tanto que ya hay gente que cree que el Paraguay está a merced de las mafias.

El Gobierno Nacional, que tiene el cometido de proteger, amparar y defender a los para­guayos, no puede seguir con indolencia en esta materia. Debe actuar con toda energía y convicción, poniendo a la gente notoria­mente más capaz al frente de los organis­mos públicos encargados del asunto.

Está obligado a ejercer la conducción del país en materia de seguridad con eficiencia y mostrando resultados para no perder la batalla y la confianza de la gente.

Tiene que poner a las personas más aptas para ese fin y ejercer una política inequí­voca para garantizar la protección de todos, como se merece el pueblo paraguayo que le ha confiado su vida, sus bienes y sus espe­ranzas de mejor futuro.

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