• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Hoy el sentimiento de gran parte de la sociedad está monopolizado (Marina, 1996) por la desaprobación y el rechazo a la gestión gubernamental por sus pobres iniciativas para enfrentar el drama que representa el covid-19. Y de condena irrevocable a los detestables actos de corrupción gestados dentro del Estado, en connivencia con agentes del sector privado, con el ropaje de las urgencias provocadas por la actual pandemia. Ningún hecho futuro, por más esperado y deseado que sea, podrá reconciliar al mandatario con el pueblo. Su desastrosa administración en estos casi tres años no tiene visos de absolución. El final de su mandato tiene un veredicto anticipado.

El gobierno del presidente Mario Abdo Benítez ya venía desorientado desde el inicio. Se empecinó con los incapaces y deshonestos, que nunca demostraron aptitudes para los altos cargos que les fueron encomendados. Asumió el latrocinio de sus amigos, políticos y personales, creyendo que el poder le confería facultades especiales para amparar, sin consecuencias, a los corruptos. Se negó a removerlos, minimizando el impacto de las denuncias con histrionismo mal representado. Solo cuando el invento que la imaginación popular atribuyó al doctor Guillotín amenazaba su cuello y su continuidad en el Palacio de López se vio presionado a cambiarlos. En el fondo, fue un maquillaje tratando de contener la furia de las calles. La transformación estructural que la sociedad estaba reclamando sigue postergada. Y la ineficacia, la incompetencia y la utilización irregular de los recursos públicos, cada vez más vigentes.

En un país donde los abuelos ocupan el puesto más elevado en la escala familiar, la vacunación de la llamada quinta franja etaria alivió un poco la tensión de la gente, principalmente la que es divulgada a través de las redes sociales. Pero ese respiro será breve y ni siquiera es generalizado. Las medidas adoptadas por el Gobierno continúan sin cubrir las expectativas de la población. Algunas muy tardías, por las muertes que pudieron evitarse, y otras, muy burocráticas, con similar saldo negativo. El caos les marca la hoja de ruta al presidente de la República y a un invisible –e inservible– gabinete de crisis. Cada día aumenta la cantidad de fallecidos por este virus al mismo nivel y ritmo que el clamor por una cama en terapia.

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El año 2020 fue un año perdido para diseñar estrategias de prevención y contención de esta enfermedad. Los préstamos autorizados por unanimidad, en razón de la emergencia, fueron despilfarrados porque pensaron que la pandemia sería rápidamente controlada. No hubo lectura comprensiva de las coyunturas ni lucidez para analizar las prioridades. En síntesis, no se tuvo la visión del vigía, que es la visión a largo plazo de los líderes con vocación y formación. Como para construir pabellones de contingencias, apropiadamente equipados, en todo el territorio de la República. El inmediatismo y la improvisación nos devoraron.

Averiada la nave desde el 15 de agosto del 2018, no existe manera de calafatearla. La quilla está resquebrajada y el agua empuja por todos los costados. Su despistado timonel, seducido por el canto de los adulones profesionales, prefiere embestir contra los arrecifes antes que reorientar su rumbo. En su indisimulada soberbia, que quiere disfrazar de humildad, insiste: “Seguro que habremos cometido algunos errores”. Ni siquiera los reconoce. Heredero nato del autoritarismo.

Con estos antecedentes no era muy complicado realizar predicciones, sin margen para errores. El 25 de junio del 2020 comentábamos: “El presidente de la República suele repetir que esta situación ‘sacó lo mejor de nosotros’, pero tenemos que lamentar, en contrapartida, que lo peor está por venir. Las estimaciones globales son alarmantes. Nuestras autoridades dan la impresión de que están en el limbo. Sin capacidad de anticiparse a las devastadoras olas que se ciernen sobre nosotros”. Últimamente se volvió un ejercicio recurrente mirar mis artículos anteriores publicados en este diario. No tiene la pedante intención de constituirse en: “Ya lo había advertido”. Antes bien, “hasta yo me di cuenta”. La idea es demostrar lo que se pudo haber hecho y no se hizo. Por angurria, por falta de voluntad o por ausencia de liderazgo. O por las tres cosas al mismo tiempo.

El ministro de Salud, ahora con covid-19, confirma nuestros temores. Lo peor está por venir. “Al menos 125 nuevos pacientes requieren terapia intensiva cada semana, y la lista de espera es larga”. Aunque aquel 15 de marzo trataron de minimizar el salto cuantitativo a 41 fallecidos, alegando que constituían la suma de los casos generalmente no registrados los fines de semana, la verdad no tardó en imponerse. La escala ascendente ya no se detuvo hasta alcanzar el récord, hasta ahora, de 89 víctimas del coronavirus en un periodo de veinticuatro horas. Y con pronóstico de ir incrementándose. Alguien esculpió en su muro, donde todos somos periodistas, el drama de la frustración: “Un día más de la inutilidad de Marito Abdo, pero, también, un día menos”. Buen provecho.

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