La declaración de afecto construye vínculos. Es una sintonía esencial para convivir. El mundo necesita afecto, no hostilidad. Karen Horney (1885-1952), psicóloga y psicoanalista alemana naturalizada estadounidense, debido a su propia experiencia en su niñez, abordó el estudio de los efectos de la hostilidad en los niños. Al reprimir lo que sienten, lo que quisieran manifestar con lo que ven de los adultos, y ante la necesidad de ser atendidos, desplazan esos sentimientos hostiles en contra de su propio yo. Las consecuencias son inevitables, no solo en esa edad bella de la vida, también lo serán en las distintas etapas de su existir.

Cuando el niño no puede exponer su enojo, su dolor, para evitar ser ignorado, reprendido o sujeto a cualquier situación desagradable, ese niño, y lo más triste es que no lo puede saber en ese momento, siembra inconscientemente su propia angustia. Sufre. En vez de ser un niño feliz es un niño infeliz. Duro. Triste.

En una niña, todas las niñas. En un niño, todos los niños. Es la niñez una etapa maravillosa para crecer. Entonces, aquella niña llamada Karen supo lo que es el dolor. Las circunstancias particulares que vivió en el seno de su familia las pudo contar, las compartió y de aquel tiempo hizo un mejor devenir, se transformó en una referente en el abordaje del desarrollo de la personalidad, su teoría la practicó e hizo del universo personal de quienes fueron sus pacientes, un posible testimonio de superación.

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“Los malos tratos y la traición abundan por la misma razón por la que en nuestra civilización es tan raro que el amor sea un afecto genuino”, escribió Horney. Dando lugar a lo que consideró la angustia básica, la que describió como una sensación de ser pequeño, insignificante, indefenso, abandonado, puesto en peligro en un mundo de abuso, engaño, ataque, humillación, traición y envidia. La identificación de ese ambiente hostil era frecuente, aunque no era inevitable ni universal, expresaba Horney; por lo tanto, hay en esa manifestación un ápice de esperanza, un llamado a la responsabilidad de los padres y una ferviente vocación de defensa de los derechos de la niñez.

Entonces, ante un mundo hostil, un niño se esfuerza en tratar de entender, de callar, y ante la rigidez de ese actuar, ante esa necesidad de aproximación a la vida misma, nacen las necesidades neuróticas, y en vez de vivir, sobrevive. La profesora Horney sostuvo que la personalidad neurótica es regida por una o más de diez tendencias neuróticas, constituyéndose estas en estrategias asociadas para satisfacerlas, entre ellas se encuentran: la necesidad neurótica de poder, de controlar y de una fachada de omnipotencia, la necesidad neurótica de explotar a los demás y obtener lo mejor de ellos, la necesidad neurótica de admiración personal, que implica una imagen exagerada del yo o una necesidad de ser admirado, generada por el yo imaginado; la ambición neurótica de logro personal y la necesidad neurótica de perfección e invulnerabilidad, creando sentimientos de superioridad sobre los otros.

En una sociedad hostil, hay tantas preguntas vinculadas con lo expuesto, hay tantas respuestas; las voces, las miradas, las interpretaciones convocan a dar lo mejor de cada uno, para que desde la enorme diversidad de presentes, se produzcan conexiones orientadas hacia el bienestar del ser humano. Es que lo social fluye desde lo singular. Es uno el que desde su más profundo andar puede transformar una sensación de hostilidad en una acción repleta de compasión. Es tan delicado vivir, el cuidado debe ser intenso, tanto como el que debe darse a un bebé, a un niño o a una anciana. Cada uno puede construir ambientes impregnados de afecto, ese es un viable legado existencial.

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