EL PODER DE LA CONCIENCIA

No es el primero de la historia, pero vale como ejemplo de una persona que llega al poder a través del voto democrático y al ejercer el cargo queda enceguecido por él. Alberto Fujimori, quien fue electo presidente del Perú en 1990, acabó su mandato de forma obligada en el año 2000 tras refugiarse primero en Japón y luego de que el Congreso declarara la vacancia el Ejecutivo por “incapacidad moral”. Actualmente está siendo procesado, acusado de violación de derechos humanos, corrupción, peculado (apropiación indebida del dinero perteneciente al Estado).

Varios son los cargos que pesan sobre él, entre ellos el de desarrollar esterilizaciones masivas de personas -sin su consentimiento- para “disminuir los niveles de pobreza”.

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En el proceso judicial, inciado este lunes pasado, la Defensoría del Pueblo alega que bajo las órdenes de Fujimori se realizaron sin permiso de los afectados más de 270 mil cirugías de ligaduras de trompas, así como más de 22 mil vasectomías a personas de escasos recursos como parte del programa de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, entre los años 1995 y 2000.

Esta información nos recuerda la figura de Nerón tocando la lira mientras observaba cómo se incendiaba la parte más pobre de Roma en el año 64. Aunque no hubo pruebas de su culpabilidad, para librarse de las sospechas él apuntó su dedo hacia los cristianos, quienes fueron perseguidos por primera vez... mientras él aprovechaba el espacio que había quedado tras el fuego para construir su nuevo palacio, el Domus Aurea o “Casa de Oro”.

En el primer caso, las pruebas son contundentes y el expresidente de 82 años tendrá un final poco feliz; en el segundo, el sospechoso quedó absuelto por la historia, aunque el castigo le llegó 4 años después cuando en un golpe de Estado varios gobernadores lo obligaron a suicidarse.

La justicia tarda, pero llega, aún para quienes alcanzan las más altas cumbres del poder, donde por lo general olvidan por qué y para qué están allí.

En el primer artículo de la Constitución vigente, nuestra Carta Magna expresa que nuestro país adoptó para su gobierno la democracia representativa, sin embargo la abrumadora mayoría de los representantes se olvidan de sus representados apenas asumen al cargo, forman alianzas y se unen a grupos con la finalidad de permanecer con los privilegios que su nueva condición les otorga, haciendo caso omiso de lo que dicta el segundo artículo de esa misma redacción, que reza: “la soberanía reside en el pueblo”.

¿Quién le dio el derecho a un Fujimori para decidir qué familia podía tener hijos y cuál no? Solo una persona convencida de tener un poder divino pensaría de esa manera.

Pero dejemos al octogenario peruano que se ocupe de su defensa mientras buscamos otro ejemplo más cercano. No hay que ir lejos. No, a Marito todavía no le toca. Antes podemos sorprendernos con su amigo Bolsonaro, aunque ya no debería sorprendernos.

Es sabido que hacia fines de julio del año pasado, el presidente brasileño fue acusado ante la Haya por cometer crímenes de lesa humanidad. Y es que el mandatario negaba que la “gripesinha” -que por entonces “recién” había matado a cien mil personas y contagiado a otras tres millones- fuera importante y alentaba a los brasileños a que salieran para producir, sin tomar precauciones. Hoy, el número de fallecidos supera los 261 mil (y hay casi 11 millones de infectados), debido a que Bolsonaro no tomó las medidas para proteger a su pueblo.

Bolsonaro no deja de sorprender. Tras un récord de 1.910 muertes por coronavirus en 24 horas registrado el miércoles, como si viviera en las nubes, al día siguiente jueves, el elegido democráticamente por el pueblo llamó “idiotas” a los que pedían a su gobierno que comprara vacunas. Sí, de eso hace dos días.

Aunque parece un guión para “Los tres chiflados”, es la realidad, lastimosamente. El poder ciega a los que lo detentan y contra esa enfermedad la democracia no tiene vacuna... todavía.

Por aquí, el Presidente de la República vive encerrado en su mundo, leyendo la Biblia, creyendo que él es bueno y todos los demás malos, alentado por la gavilla que lo rodea.

Ya los reyes de antaño habían patentado un remedio para evitar que los humos del poder se les subieran a la cabeza, conscientes del peligro que representaban las mentiras y adulaciones de su corte. Le llamaban “bufón”, pero esa medicina que recordaba al rey que era tan mortal como los demás dejó de fabricarse. No hay más.

Es por eso, quizás, que los gobernantes y líderes hoy viven en países de ensueño, sin percatarse de la realidad. Es así, por ejemplo, que nada menos que un viceministro de Salud puede darse el lujo de acudir por primera vez al frente de batalla recién después de más de un año de desatada la pandemia. Inconcebible, pero cierto.

Es así que el señor presidente sigue inaugurando obras para recibir aplausos de su corte cómplice, en lugar de ocuparse, ya no del bienestar del pueblo, sino de la vida misma de este, puesto que no logra resultados ni para adquirir vacunas o tan siquiera para dotar a los hospitales con insumos y medicamentos básicos que sirvan para batallar contra el virus pandémico.

En lo alto de su hogar -alquilado por 5 años (quizá)- el señor Presidente se preocupa cuando el Congreso exige que salte el fusible de un Ministerio para que el fuego no les alcance a los honorables representantes.

Desde hace tiempo, el soberano ya no se siente representado, a pesar de los shows mediáticos de las urnas, que pretenden legitimar cada elección. Es hora de establecer nuevas definiciones en el diccionario de la democracia y la primera que exige un significado es la palabra representante.

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