• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La comunicación es un tema del cual todos nos creemos expertos. Y es, paradójicamente, donde más fracasamos. No es imprescindible egresar de una facultad especializada para convertirnos en “asesores”. Ni adquirir los conocimientos básicos sistematizados para dar cátedras sobre la materia. Preferentemente, desde el poder. Y desde la audacia de los prestidigitadores con habilidad para colocar buzones como si fueran estrategias. Es una ciencia manoseada desde la ignorancia. Y, más terrible aún, desde la arrogancia. Consecuentemente, desde esta plataforma miope, se volvió una disciplina maltratada y deformada desde la opinión. Naturalmente, siempre está sujeta a la crítica desde cualquier grado intelectual –igual que ese otro nuestro deporte favorito: la educación–, pero ella (la crítica) no habilita para la formulación de una estrategia desde la teoría y la verificación experimental. Porque así se fue midiendo el impacto de la comunicación en diferentes niveles y categorías de la sociedad, y más que nada en el ámbito de las decisiones políticas.

El análisis de la comunicación es muy anterior al auge reciente y presente de la tecnología. Fue hacia 1890 (siglo XIX) cuando se encaró con seriedad “la comunicación moderna como una fuerza dentro del proceso social” (Czitrom, Daniel; De Morse a McLuhan, 1982; 1985 en español). Tres nombres claves de aquella época: Charles Horton Cooley, John Dewey y Robert E. Park. Juntos consideraron que la “moderna comunicación sería un agente fundamental” para restaurar un amplio consenso moral y político para los Estados Unidos.

El estudio empírico de la comunicación gana auge entre las dos guerras mundiales en los campos del “análisis de la propaganda, análisis de la opinión pública, sicología social e investigación de mercados”. La investigación de la comunicación tiene en Estados Unidos como “padres fundadores” a dos sicólogos, un sociólogo y un político-científico. Estas citas solo pretenden ilustrar sobre un tema altamente complejo sobre el que se opina sin más herramienta que la osadía y que, también, fue enfocado desde el funcionalismo, el estructuralismo, el marxismo y, últimamente, desde el neoliberalismo “amnésico y ahistórico”.

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En el caso de la comunicación –reducida erróneamente al ejercicio del periodismo– ocurre algo similar a la comparación que hacía Eligio Ayala entre el fabricante de salchichas y el político. Esta es una ciencia con su propia estructura, códigos y normas. Pero se la aborda desde cualquier ángulo y sin ninguna preparación. Durante toda la transición democrática ningún gobierno tuvo una estrategia comunicacional clara. Definida. Al menos esa es la percepción a juzgar por la ausencia de un método para evaluar el impacto de gestión en el ánimo de la sociedad y que posibilitara profundizar los aspectos positivos y desactivar los desaciertos.

No es lo mismo el marketing para ganar elecciones que una estrategia comunicacional de gobierno. Hay una manifiesta diferencia entre la comunicación de campaña y la comunicación de gobierno. Envuelto permanentemente en la euforia del triunfo electoral, del que tarda en despertarse, el presidente Abdo Benítez pronto evidenció que no tenía ninguna estrategia. Ni para informar. Cada acto público es un escenario para la confrontación. Mal asesorado por buhoneros, o impulsado por su propia soberbia, obsesionado por impugnar las críticas a su improvisada y mediocre gestión, el objeto de la ceremonia oficial pasaba –y sigue pasando– a segundo plano. El discurso del jefe de Estado nunca pudo provocar la “evocación en común de un significado” con su auditorio o el público. El mensaje presidencial va por un carril y la percepción ciudadana por otro. Nada propone, solo intenta defenderse.

Hace un año, aproximadamente, escribimos: La comunicación es ciencia desde hace décadas. La verdad es su irremplazable fundamento. A su construcción lógica se incorporan los efectos previamente deseados y la evaluación de los resultados. Este proceso ayuda a corregir errores y realizar las pertinentes retroalimentaciones. Aun así, mucha gente, especialmente la clase política, la sigue subestimando.

En este lapso nada ha cambiado. Ni la presencia del coronavirus pudo obligar al Gobierno a diseñar una política comunicacional. Una que parta de informaciones científicamente obtenidas (Durán Barba, 2003). Datos científicos sobre realidades concretas. Es cierto que las mismas fórmulas no son aplicables a todos por igual. Cada país tiene sus particularidades. Pero aquí no solo se desconocen las fórmulas universales, sino que, además, se opta por evadir la realidad. Así es imposible construir comunicación.

El Gobierno vive extraviado en los pliegues de su propio ombligo. Encerrado e incomunicado por su incapacidad. A mitad de su mandato la sociedad ya armó su veredicto. Y el señor Mario Abdo ni se inmuta, ni se esfuerza por revertirlo. Si el periodismo es la historia del futuro, está garantizado que la historia no lo absolverá. Bueno provecho.

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