Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Es difícil dar un juicio de fondo de lo que pasa luego de las elecciones en Estados Unidos. Los problemas y la realidad son complejos, para reducirla a una conclusión simplista. O a una lucha entre héroes o villanos. Como toda realidad política, multifacética y cambiante, aherrojar un juicio definitivo es como recoger agua con las manos. No voy a escribir sobre los resultados, pues el instante fugaz, hará innecesario el artículo. No me voy a referir a la noticia urgente, sino a lo que podría ser parte de la contrariedad. A las cosas que parecen estar detrás de las cosas. Me atrevería a resumir, en una palabra, no exhaustiva, pero sí significativa, la de los descontentos. Repárese que digo descontento y no infelicidad. Descontento como insatisfacción, incertidumbre, vacilación, a pesar de haber logrado, en el sentido clásico del término, cierta dosis de felicidad, de bienestar. Hay, no cabe duda, descontento.

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Y lo descontento divide, hace dudar, empantana en la incertidumbre, hunde en la ambigüedad del votante, lo que explicaría la fluctuación y cercanía de los resultados. Hay descontentos, en plural, que se oponen, son excluyentes entre sí. Otros, tal vez solo parecen contrapuestos, pero no lo son. Pero hay algo más. Y creo que es importante advertir. La percepción utópica que el mundo tiene de la democracia americana. O antiutópica. O se la mira como un edén político, o bien el vientre imperial de la bestia apocalíptica. Parecería soslayarse, que no es ni lo uno ni lo otro, como habría sido la advertencia de James Madison desde un inicio: no es gobierno para ángeles, sino para seres humanos. Imperfecto, reformable, no para un Adán edénico. Veamos esos descontentos.

Primer descontento: libertad sin tradición

Este descontento es real. Es el desasosiego ante el avance de una libertad que disuelva las tradiciones. Millones de americanos, sobre todo en áreas rurales y suburbanas, echan de menos la certeza de la comunidad. Como si reflotara, en el inconsciente colectivo, aquella visión de los antifederalistas del siglo dieciocho: la de que una democracia participativa supone una geografía, un local; y cierta estabilidad. Una añoranza que se percibe amenazada por el centralismo del gobierno federal. Y en términos actuales, por el globalismo comercial, de las grandes industrias, de las elites burocráticas. El ciudadano medio americano siempre ha rechazado esa imposición. Teddy Roosevelt lo hizo al romper con el partido republicano en 1912. Lo mismo, el populismo oportunista de Trump.

¿Por qué esa resistencia? La razón es económica, pero con profunda raíz en las tradiciones. Las políticas del libre comercio, inauguradas por el consenso Bush-Clinton, ha desolado la vida de las pequeñas comunidades. De New Hampshire a Ohio, de Kentucky a Pennsylvania y otras regiones, la vida del pequeño pueblo, girando en torno a industrias, con su sentido de proximidad, con la fe religiosa de sus habitantes, han sido fragmentadas por la irrupción de la tecnología, de los bienes importados, impulsados por libre-comercialistas. Y que esta política, al ser manejada por elites técnico-comerciales, ha ignorado la necesidad, la identidad del ciudadano común. El apoyo político a la política proteccionista de Trump tiene un largo pedigrí. Fue Alexander Hamilton, un federalista, el primer ministro del Tesoro, quien en 1791 hablaba de la defensa de las propias industrias, así como Washington, el primer presidente, quien propusiera la Ley de Tarifas hacia 1789. Las razones eran las mismas: un pueblo libre, sin ataduras ni compromisos hacia afuera, que quiera defenderse, requiere proteger sus propias industrias y formas de vida.

Segundo descontento: libertad constreñida

Es el temor a perder la libertad de poder hacer lo que uno desea. Miles de ciudadanos, votantes del partido demócrata, reclaman una libertad que ven amenazada. La libertad negativa que defendía Stuart Mill y de la que, en general, están embebidas en gran parte la Constitución y la cultura y que se traduce en que el Estado no interfiera en cuestiones de elección individual, sea el derecho al aborto, matrimonio homosexual o identidad transgénero. Pero al mismo tiempo, en giro contradictorio, se defienden los derechos identitarios, de grupos que reclaman para sí estos derechos, grupos, ¡y no individuos!, depositarios de dichas libertades sean sexuales, raciales o de cualquier tipo.

Y dentro de esta dimensión positiva de los derechos, el reclamo del gobierno federal de protección y generador de políticas, desde la salud, el desempleo y el medio ambiente. No es sorpresivo, dada esta pretensión, que sean los ciudadanos urbanos, profesionales, más cosmopolitas e internacionalistas, los que defienden esta perspectiva. Es el iluminismo de las costas Este y Oeste, y las grandes universidades, que, en su mayoría, han sido la caja de resonancia de este progresismo. Todo esto, ha contribuido a la irrupción de un contenido moluscoide dentro de la democracia, fluida y sin principios éticos objetivos, que no conoce de soberanías, costumbres, límites, provocando desasosiego, depresión y falta de sentido. Ese es el liderazgo, ambiguo, contradictorio, displicente, de Biden. Todo esto no parece tenerse en cuenta por los conglomerados informativos, más interesados en el lado de la libertad financiera, habida cuenta también de su escepticismo hacia valores fundamentales de la persona.

Tercer descontento: la debilitación de la República

Ambos descontentos, representados por Trump, el irascible populista, y Biden, el político del establishment relativista, explican lo polarizado del electorado y el número de ciudadanos casi idéntico en cada lado. ¿Qué es lo que muestra este fenómeno? Que el consenso liberal demócrata-republicano intro-partidario, se ha resquebrajado. Los republicanos están dejando de ser republicanistas, y los demócratas, están dejando de ser demócratas. Los primeros, están abandonando las raíces republicanistas, del autogobierno, pues se apela, como lo hace Trump, a lo que Aristóteles llama pathos, a las pasiones y resentimiento, lo racial, prometiendo soluciones paternalistas a problemas complejos, desde la inevitabilidad de la tecnología, la fatalidad de la diversidad y el pluralismo, hasta la irrupción de las competencias de los mercados. Los segundos, los demócratas, dominados por el progresismo ideológico, y moviéndose hacia la consolidación de un régimen abortista sin apelación a libertad de conciencia, la libertad religiosa, una oposición feroz a la libertad de enseñanza, y últimamente, a la modificación política de la justicia, están amenazando a la democracia misma.

Ello sintetiza, me parece, un tercer descontento, minoritario ciertamente, que muestra la polarización del electoralismo americano: la de administrar el poder, olvidando a la democracia como republicana, como autogobierno, como juego de libertades responsables, que supone que nadie, y menos el Estado, podría sustituir. Pero también denota algo más. Y es que un sistema republicano y democrático no es una utopía. Es apenas perfectible, a través del tiempo. Con idas y venidas. Surge de las bases, se autogestiona si es fundada en la persuasión, la deliberación que supone procedimiento, reglas preestablecidas, pero también valores sustantivos. Ahí, me temo, está la degradación más preocupante: la del trumpismo, que deshonra la experiencia de la República, minimizando reglas y procedimientos, atropellando formas, como la del progresismo demócrata, que hace del procedimentalismo vacío de valores el standard democrático. ¿Se podrá mantener la República? Yo espero que sí: Dije, resquebrajamiento, no ruptura irreparable. No creo ni en utopías ni en cataclismos ¿Podrá surgir una tercera opción? Algunos ya la están intentando. De cualquier manera, las instituciones de una república constitucional aún se mantienen con cierta firmeza, aunque, ciertamente, esa solidez se gana o se pierde por cada generación. Es lo que Benjamín Franklin de mediados de siglo dieciocho, quiso advertir: una república sobrevive, si cada generación la puede mantener viva.

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