Miguel fue mi compañero de colegio, un tipo querido, trabajador, con una alegría desbordante y un carisma impresionante. Cuando terminamos el colegio nos perdimos el rastro por un buen tiempo, hasta que por esas situaciones fortuitas nos encontramos un día por la calle.

Me contó que trabajaba de cobrador. Seguía teniendo esa sonrisa transparente de esos protagonistas de las películas a quien todos quieren. Era imposible no quererlo.

Siempre con una sonrisa, siempre dispuesto a ayudar a todos. Ña Delia, su mamá. Siempre nos decía que era algo así como la luz de su casa. Cuando él estaba… todo se iluminaba. Era difícil imaginar otra vida.

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Pero con los años le había agarrado el gusto a andar en moto. Quizás por su trajinar tenía la manía de manejar rápido. Quién sabe.

Dicen que venía de su trabajo y su moto no tenía luces, tampoco llevaba el casco puesto. No es que no lo tuviese, lo llevaba en el brazo como tantos otros. En la televisión informaban que el impacto fue brutal. Los bomberos llegaron enseguida y lo trasladaron al hospital. Respiraba, pero ya había muerto. No había vuelta atrás.

Un dolor indescriptible y luego un silencio abrumador.

Ña Delia se aferraba al agónico ritmo de su respiración. Pero los médicos le explicaron que era inevitable. La muerte se lo había llevado dejando un rastro de suspiros.

Extrañamente no hubo dudas. En ese difícil momento de desprenderse pesan los sentimientos. El llanto de su madre dio paso al más grande acto de amor. Con un susurro entrecortado dijo: “Miguel quería que donemos sus órganos”, y firmó los papeles.

Significó el nuevo nacimiento de Fernando, 11 años. Su corazón se estaba apagando hace unos años y solo un trasplante podría darle otra oportunidad. En el Hospital Acosta Ñu renacía un milagro (vos llamalo como quieras).

Clara volvió de la oscuridad. Cuando recibió el trasplante de córneas la vida se tornó de colores y Fabricio, que vivía conectado a una máquina, pudo por fin ser libre cuando le trasplantaron un riñón.

Fue lo que me enteré. Son todos nombres ficticios de una historia verdadera. No sé si más personas volvieron a tener esperanzas, pero la tragedia de Miguel no había resultado en vano. Muchas familias volvieron a sonreír.

Juan había logrado armar un rompecabezas de familias y personas destrozadas.

Fue la buena noticia de la pandemia.

Y vi que Ña Delia miraba al cielo y sonreía. Había convertido el dolor más desgarrador en esperanza. Quizás Miguel le sonrió desde el cielo y puedo jurar que en ese momento se sintió una felicidad indescriptible.

Ese fue sin dudas el regalo más grande. Fue el paso más fugaz: el de la muerte, a la vida. Pero sí, esa será otra historia.

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