POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com 

“Dentro de mí ya no había miedo, miedo a la pérdida, miedo a no ser amada. Estas últimas semanas había deconstruido mi vida. Ahora iba a construir. Construir mi futuro. Iba a vivir para mí”.  

Hace unos meses, sobre otro libro, una amiga me preguntó “tiene pinta de bálsamo, ¿no?”, y me encantó ese adjetivo para algunos libros. Ese lo era, y este también. Te remueve un poco, te obliga a rascarte y sacarte la cascarita de una herida que aparenta estar cicatrizando, pero luego la cubre como un frasquito entero de Dr. Selby. Hortense roza los cuarenta años, ha perdido hace cuatro a sus padres, con quienes vivió una infancia y juventud idílicas en el Luberon, un rinconcito apartado de la Provenza francesa. Un lugar donde la luz y el mistral son la misma cosa.

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Allí, en el pueblito de La Bastide, mantiene lo que fue el hotelito rural de sus padres intacto, pero sin uso. La muerte de ellos fue un golpe devastador, uno cuyo duelo nunca se animó a hacer del todo. Se refugió en su trabajo como profesora de ballet y codueña de un pequeño estudio de danza en París, junto con dos socios. Y enamorándose del esquivo Aymeric (honestamente, no había necesidad de ponerle un nombre tan feo, si la autora quería despertar de entrada nuestra antipatía por el tipo, su personalidad era suficiente). Aymeric es el arquetipo del ejecutivo cuarentón parisino.

Fachero, con estilo. Probablemente el único grupo demográfico masculino que sabe usar bufandas y pañuelos al cuello con toda la gracia y naturalidad del mundo. Otra cosa que comparte con el arquetipo parisino es el de la doble vida: Aymeric está casado, con hijos pequeños, y nada parece sugerir que su vida familiar o de pareja sean horribles o insatisfactorias. No, parece incluso amar a su mujer. Pero, ¿cómo no completar el cliché y enamorarse también de “la bailarina”, la belleza eterna, la sensualidad? Así empiezan un affaire que ya lleva sus buenos tres años. Todo muy organizado, lunes y jueves de cena y romance, y llamadas telefónicas o mensajes solo en una dirección: de él a ella. Hortense ni se permite cuestionar el arreglo por él impuesto por miedo a perderlo. 

Pero una noche, una caída le provoca un terrible esguince en el tobillo, que la deja “fuera de juego” durante un par de meses. Sus socios no pueden hacer otra cosa que reemplazarla temporalmente, y el amante parece más bien molesto con ella por romper la imagen de independencia y perfección que preocuparse por si le duele la lesión. Harta, pero sin animarse a expresarlo, decide pasar su convalecencia allí en su sur, en La Bastide. Abre el hotelito de sus padres por un tiempo, se reencuentra con sus amigos de la infancia y se enfrenta al miedo de perder la capacidad de hacer lo que la define: bailar.

Ese miedo le quita peso a todos los demás miedos y se va enfrentando a ellos, uno por uno. Como corresponde, un huésped circunstancial del hotel, misterioso y con una mochila tan pesada como la de ella, aparece en el momento justo a despertar su curiosidad. La historia es un recordatorio de que a veces necesitás romperte una pierna para darte cuenta que estás rota por dentro. Y cuando estás rota, no hay muletas en las que de verdad apoyarte. Que es imposible ser feliz mientras nos mentimos a nosotros mismos. Y que solo dándonos, y dando a otros, la libertad de ser quienes somos, quienes son, podemos elegir transitar juntos el trecho de camino por seguir. Lo pone mucho más lindo Elías, el oportuno “nuevo churrito” de la historia: 

“Es fácil creer en nosotros: mi libertad está junto a ti”. 

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