• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Sobre la constante tensión entre los opuestos avanzan las sociedades. O se paralizan e involucionan. La marcha positiva dependerá de la capacidad de conciliar una síntesis que pueda generar nuevas ideas, en un proceso dinámico hacia un estadio colectivo ideal de libertad, justicia y bienestar sin exclusiones. El conocimiento es su combustible vital. La crítica, su herramienta de perfeccionamiento. Su contrario es el oscurantismo que nos ancla o nos retrotrae al pasado, donde la cultura es destrozada para la supervivencia de los mediocres que detentan el poder. La inteligencia alquilada se encarga de la miserable tarea de subyugar a la comunidad con el espejismo de un país donde reinan la paz, la seguridad y el progreso. Cuando la persuasión para dominar a las masas despojadas de educación no funciona siempre queda el recurso de la represión. En ese contexto, la democracia es un lastre, el voto es inservible y el disenso es un estorbo que hay que eliminar. Así nacieron el fascismo y sus camisas negras; el nazismo y sus camisas pardas y el estalinismo genocida.

Los brazos expansivos de aquellos regímenes totalitarios desembarcarían en este continente. Algunos adaptados para una versión criolla. De esta manera, se engendraron los Trujillo en República Dominicana, los Somoza en Nicaragua, los Duvalier en Haití, los Pinochet en Chile, la Junta Militar en Argentina y aquí, Stroessner, aunque no sea precisamente ese el orden cronológico. Ni sea esta una lista completa.

En este corazón de América cíclicamente se produce un intento por exonerar al dictador de sus crímenes y latrocinios. Las supuestas inversiones de su época para el desarrollo del país fueron el último argumento. Justamente el hombre que se encargó de destruir el mejor capital que tiene un pueblo: la educación. Condenó a miles de niños y jóvenes a la esclavitud de la subalfabetización porque pensar estaba prohibido. “Y retrasó la cultura cien años” (Roa Bastos). La doctrina de seguridad nacional fue su blindaje para la impunidad.

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“La vida y la libertad no se cambian por obras”. Sentencia lapidaria de un antiguo dirigente colorado de capital, don Samuel Ramírez, en una sesión de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana –28 de julio del 2004– en la que se planteaba el “retorno triunfal” del exiliado en Brasil. Alberto Ramírez Díaz de Espada, el proponente, especulaba con la generalizada creencia de que el pueblo paraguayo padece de memoria frágil. O ausencia de memoria. Que ya nadie recordaría las atrocidades cometidas contra cientos de compatriotas que encarnaron la osadía de reclamar democracia. Todos ellos, con meticulosa frialdad, fueron aplastados bajo las botas de un déspota sanguinario.

Muchos, antes de ser ejecutados, sufrieron indecibles torturas. No había compasión ni remordimiento de los embrutecidos sicarios. Solo prevalecía la obsesión de seguir sometiendo al pueblo bajo el signo del poder absoluto. El Paraguay, convertido en un gigantesco calabozo, vivía una de sus horas más negras. Un calvario que duró treinta y cinco años. Unos pocos disfrutaban de los privilegios contraídos mediante sus matrimonios indisolubles con la obsecuencia y la suspensión conveniente de la conciencia.

El autor de la propuesta se puso de pie para “hablar de mi general”. Y rayando el más alto grado de la exaltación apologética pidió que “vuelva en vida, que no sea que después de muerto se anden organizando honores para traer sus restos”. Su posición confirmaba que somos el país de las interminables paradojas. La democracia le concedía al orador la oportunidad de hablar bien de aquel que tenía al pueblo amordazado y atemorizado.

Nosotros estábamos de acuerdo con su retorno, pero para pagar por sus delitos de lesa humanidad. Y también nos pusimos de pie para rendir honores a los perseguidos por la barbarie, entre ellos a Epifanio Méndez Fleitas, Teodoro S. Mongelós, Osvaldo Chaves, Miguel Ángel González Casabianca, Waldino Ramón Lovera, Mario Mallorquín, Leopoldo Ostertag, Sandino Gill Oporto y aquel gran líder republicano secuestrado y asesinado por el régimen, el doctor Agustín Goiburú.

La unánime repulsa ciudadana impidió que aquel primer intento de reivindicación de la dictadura tuviera andamiaje.

La brutalidad represiva

A diferencia de Augusto Pinochet, que generó una profunda fractura en la sociedad chilena, en Paraguay Stroessner solo sobrevive en el recuerdo de una minoría que de la nada pasó a vivir en la opulencia. Los nuevos ricos. La mayoría se llamó a silencio. Pero nunca hay que subestimar al huevo de la serpiente. Por eso, la conciencia crítica debe ser abonada, de tanto en tanto, como agua refrescante contra la desmemoria.

Stroessner muere en el exilio el 16 de agosto del 2006. El 20 de setiembre, en otra sesión de la Junta de Gobierno, el actual presidente de la República rindió tributo póstumo al dictador, seguido de un minuto de silencio. “Durante su administración –dijo– se instauró el orden social e impidió que el terrorismo penetrara nuestras fronteras”. No hacía falta. Stroessner tenía el patrimonio del terrorismo, el del Estado.

Lo más lamentable de aquel homenaje fue que se produjo un día antes del trigésimo aniversario del asesinato en el Departamento de Investigaciones de cuatro jóvenes compatriotas: los hermanos Rodolfo y Benjamín Ramírez Villalba, Amílcar María Oviedo y Carlos José Mancuello. Las documentaciones recogidas por el Comité de Iglesias, mediante la testificación de otros presos políticos, concluyen que, maniatados y engrillados, sufrieron los más crueles tormentos que el ser humano pueda imaginar.

Esperemos que dentro del proceso de la transformación educativa este oscuro período, también conocido como la paz de los sepulcros, sea una asignatura obligatoria. Y que se incorporen estos dolorosos ejemplos como lecciones que nunca deben olvidarse.

La penumbra que pretenden instalar desde el Gobierno sobre este pasado de pesadillas es para reescribir la historia desde la confusión. “De noche –afirma el refrán asimilado por don Quijote– todos los gatos son pardos”. En la oscuridad, los defectos se disimulan y todos los hombres parecen iguales.

Sin odio, pero con memoria

Días atrás, el presidente de la República volvió a introducir, como sin querer, un punto de calce para blanquear al dictador. “Sin ánimo de hacer comparaciones, que pueden generar críticas –afirmó en el Chaco–, después del gobierno del general Stroessner, el nuestro va a ser el que más va a invertir (en esa región) y le vamos a superar”. Y seguidamente hizo un llamado para “sanar las heridas del pasado”. Las heridas del pasado se cicatrizan con verdad y justicia. “Sin odio, pero con memoria”, como dijera el ex presidente de Ecuador Rafael Correa.

El jefe del Gabinete Civil de la Presidencia justificó las expresiones del mandatario. Y, manual en mano, acusó al periodismo de sacarlas de contexto. Aunque se declaró “ferviente antiestronista”, no tuvo más remedio que rendirse ante “la evidencia” de las obras ejecutadas durante los treinta cinco años del reinado del terror.

Definitivamente, hay un intento por ubicar al tirano dentro de un paisaje en claroscuro. Aunque ahora solo asoma tímidamente, es un peligro que la ciudadanía crítica debe enfrentar con la veracidad de los testimonios irrefutables. Algunos acomodan su conducta a los imperativos del Estado de derecho, pero no su espíritu.

Al gobierno de la orden superior no hay que juzgarlo solo desde la aplicación a rajatabla del poder omnímodo, sino también desde su desprecio a la autonomía moral e intelectual. Por eso premiaba la mediocridad, la adulonería y la sumisión abyecta. Es obvio que todavía persisten los autócratas que, en la agonía de la dictadura, se mimetizaron de demócratas por conveniencia. Y volverán a cambiar de piel por esa misma razón. Y ya saben lo que afirma el dicho: “De noche, todas las camisas son pardas”.

Para que la sociedad siga avanzando por el camino de la cultura es fundamental derrotar al oscurantismo que nos amenaza. El conocimiento y la memoria son nuestras mejores armas.

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“En este corazón de América cíclicamente se produce un intento por exonerar al dictador de sus crímenes y latrocinios. Las supuestas inversiones de su época para el desarrollo del país fueron el último argumento. Justamente el hombre que se encargó de destruir el mejor capital que tiene un pueblo: la educación. Condenó a miles de niños y jóvenes a la esclavitud de la sub-alfabetización, porque pensar estaba prohibido”.

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