“Sos Viviane Élisabeth Fauville. Tenés cuarenta y dos años, un bebé de meses y un marido que acaba de dejarte. Y encima de todo, ayer mataste a tu psicoanalista. Sí, hubiera sido mejor evitar ese último evento. Por suerte, aquí estoy yo para poner las cosas en orden”.

La única forma de narrar esta novela es la que usó Julia Deck: en primera, segunda y tercera persona. Es que el descenso a los infiernos de Viviane Élisabeth Fauville solo se puede explicar en forma tridimensional, o desde todos los ángulos posibles. Digo “descenso”, pero a mi entender, Viviane nunca vivió en otra dirección que el infierno de su mente. Su único y verdadero enemigo. Me costó decidirme a escribir una columnita sobre este libro, puede ser demasiado. Pero decidí ser honesta, quedarme con MI interpretación del mismo y el que se quiera enojar, no es problema mío. Eso sí, no puedo dejar de resaltar que la traducción al español está hecha por la talentosísima Magalí Sequera, francesa, pero con fuerte sangre y raíces paraguayas.

Todo te da a entender que estás hablando de una víctima de sus circunstancias. Recientemente abandonada, superada por una maternidad que no logra sentir ni mucho menos asumir, a punto de que su licencia de maternidad se transforme en un traslado permanente y ese marido que es tan fácil convertir en villano. Una sola línea nos prepara para la verdad. “Viviane, te engañé, pero no por falta de amor, sino por desesperación”. ¿Desesperación? Deck nos presenta a una protagonista que, en apariencia, es una adulta funcional. Se mezcla fácilmente en el metro de París y sus atestadas aceras. Pero claro, de aquí para allá tratando de entender por qué, justo ayer, mató a su psicoanalista con un cuchillo de cocina. Qué la hizo cometer ese último acto en su canto del cisne desde la funcionalidad a la locura. Mientras tanto, tiene demasiadas entrevistas con la policía, que al principio parece sortear con una psicótica ilusión de cordura, tanto suya como del investigador.

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Si el ex está desesperado, no sabremos hasta el final por qué, imagínate vos, leyendo el libro y viendo cómo ella deambula por la ciudad, tratando de entender su crimen, su vida, de huir de la policía, buscando y entablando conversaciones fingiendo ser otra persona, con la viuda de su asesinado psicoanalista y la amante del mismo, con un ex convicto que es sospechoso circunstancial del crimen. Y todo eso con la bebé bajo el brazo: por horas respirás porque la deja en la casa de la niñera, pero la mayor parte del tiempo, esperás lo peor mientras ella sale en sus incursiones dejando a la beba durmiendo, en su departamento, o en lúgubres cuartos de hotel. La verdad está lejos de ser lo que aparenta, obviamente; tiene varias capas y aunque el ritmo policial nunca llega, sí algo parecido a la ansiedad por saber qué diablos pasó, por qué lo hizo o al menos cree que lo hizo. Por qué ve a su madre muerta en aceras y taxis. Por qué está tan, pero tan loca. Por qué no se atiende, o por qué lo hizo a medias; por qué no cuida su salud mental tanto como su atractivo físico. Y te hace replantear este último punto: por qué nuestra sociedad nos exhorta a cuidar los males y sobre todo las imperfecciones de nuestros cuerpos, pero los de nuestra mente – mientras no se noten– tienen tan poca importancia.

“Te sucede a menudo, eso de observar las cosas inmóviles, en espera de que te revelen su secreto”.

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