Mientras al gobierno de Sebastián Piñera y a los partidos de oposición se les agota el tiempo para dar respuestas a la rebelión popular que recorre todo Chile, desde hace ya cuatro semanas, en Bolivia, la “renuncia” de Evo Morales y su reemplazo por Jeanine Añez, luego de un polémico procedimiento institucional, no sirvieron a los fines de la anunciada “pacificación”y ya suman una decena de muertos. Son procesos que se desencadenaron por causas distintas, con solo 48 horas de diferencia, pero que tienen en común la crisis profunda en la que se debaten ambos países y el completo descontrol de la situación, que no logran revertir quienes tienen en sus manos los hilos del poder, de manera legítima o no.

En el primero de los casos, multitudes nunca vistas antes en América Latina se mantienen en las calles en rechazo al modelo económico y a la desigualdad social generada por este, reclamando cada vez con más fuerza la convocatoria a una Asamblea Constituyente para elaborar una nueva Constitución que sustituya a la actual, promulgada en 1980 por la dictadura de Augusto Pinochet, una de las más sangrientas del subcontinente.

La indignación social no se limita a este gobierno, de derecha, sino que abarca a los anteriores, de centroizquierda y a toda la dirigencia política, de los más variados pelajes ideológicos, en la que vastos sectores de la población ya no se sienten representados.

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Tanto oficialistas como opositores, estupefactos ante un proceso que no vieron venir, recién ahora comienzan a esbozar algunas propuestas para dar salida a la crisis. La del gobierno, de imposible aplicación en las actuales circunstancias, consiste en que los cambios constitucionales sean obra de estos congresistas que no gozan de la menor credibilidad. Su partido y otros sectores de la oposición plantean que la reforma sea producto de congreso entre parlamentarios y referentes sociales, a ser sometida luego a un plebiscito vinculante; en otras palabras, mantener cierto control a la hora de determinar el nuevo rumbo. Y finalmente están los que, “sintonizando” el mensaje callejero, se avienen al llamado a elecciones para designar a quienes tendrán a su cargo la redacción de una nueva Constitución, lo cual horroriza a muchos, por la incertidumbre acerca de lo que esta pudiera contener.

En Bolivia las cosas son distintas. Los indicadores económicos y sociales de los últimos 14 años arrojaron resultados satisfactorios, se redujo a la mitad la pobreza y la pobreza extrema, y se puso en marcha un proceso de integración de la población indígena, históricamente ignorada y sometida. Pero los afanes de Evo Morales de mantenerse en el poder por un cuarto período, al que podría sobrevenir un quinto y por qué no un sexto, sumado a las denuncias de irregularidades en las elecciones del pasado 20 de octubre, fueron los argumentos utilizados por las fuerzas conservadoras (con respaldo internacional) para provocar su renuncia. Esta fue “sugerida” por las FFAA, mientras la policía estaba amotinada exigiendo lo mismo, y en La Paz y otras ciudades se cometían todo tipo de desmanes.

A esto le siguió una parodia montada para proclamar a la vicepresidenta del Senado, Jeanine Añez, quien no figuraba en el orden de sucesión, como presidenta provisoria. La banda presidencial recibió de manos de un jefe militar, ¡vaya simbolismo! Y también le siguió la continuidad de la crisis, así como de las protestas y la represión, que no auguran estabilidad ni restitución del Estado de derecho en el corto plazo.

De ambos casos tenemos mucho que aprender, si tenemos la suficiente seriedad para impulsar un debate sobre el agotamiento de modelos económicos excluyentes, como el chileno, y modelos políticos basados en liderazgos mesiánicos incapaces de recrearse, como el boliviano. Pero esto de ningún modo justifica buscar atajos por fuera de la democracia, como en Bolivia, donde Morales fue depuesto después de recibir el 47% de los votos, según conteo de sus adversarios, ni tampoco lo justificaría en Chile, donde Piñera cuenta con un modestísimo 9% de aceptación en el presente.

Lo importante es descifrar la significación que revisten esos procesos, el impacto que podrían tener en la región y en nuestro país y, en base a esas consideraciones, extraer conclusiones que nos permitan adoptar medidas destinadas a evitar que nos encaminemos en dirección a la tormenta, en sus dos variantes, tanto la económica y social, como también la política.

Por supuesto, dada nuestra escasa madurez democrática y las limitaciones intelectuales de nuestra dirigencia, no solo la política, no faltarán quienes pretendan reducir esta discusión a los clichés de “zurdos” o “fachos”, propio de mentes muy estrechas.

El tema es bastante más profundo y encierra no pocos peligros, porque en la región soplan fuertes vientos de cambio, turbulentos, algunos a favor y otros definidamente en contra.

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