Las redes sociales han facilitado la globalización de la información. Existe un acceso más rápido y simultáneo a lo que ocurre en el mundo. Ya no es ficción que alguien pueda interconectarse con otro en cualquier lugar del planeta. Pero debemos lamentar que no ha mejorado en contenido y se ha multiplicado la alteración intencional de los acontecimientos.

Es innegable, no obstante, el aporte de internet a la democratización del conocimiento. Es el salto cualitativo más trascendental desde la invención de Gutenberg. Y resulta una herramienta formidable para indagar la verdad cotejando los hechos. Penosamente, es también una máquina incesante de informaciones falsas. No son pocos los que se dejan seducir por sofismas burdamente articulados cuando están en sintonía con sus intereses sociales o inclinaciones políticas. Y las reproducen con insultante cinismo. Algunos entusiastas pensadores de la comunicación vieron, al principio, en las nuevas tecnologías algo así como el contrapeso de los medios tradicionales. Habría otras miradas para verificar la versión original, ampliarla y mejorarla, o corregirla. Ya no solo existiría disparidad de criterios entre los medios, principalmente por subjetivismos ideológicos o simples conveniencias comerciales, sino que los internautas podrían atacar el corazón mismo de la información, desde el lugar donde se difundió. Sin embargo, no se logró construir una crítica reflexiva para enfrentar la desinformación y terminó apelándose a la adjetivación descalificadora sin aportar ideas para el debate. Tampoco los diarios, la radio ni la televisión, en su formato digital, han conformado equipos para refutar las argumentaciones en contra de su línea editorial.

El fenómeno de las redes también favorecía a la democracia como un régimen de opinión pública mediante el escrutinio cotidiano de la gestión de los gobiernos. La libertad de expresión, lejos de ser una facultad exclusiva de los periodistas, es el derecho que tiene todo ciudadano –afirma Juan Luis Cebrián– de pararse en una esquina y exponer su punto de vista. Esto, obviamente, lo dijo antes de la masificación de las redes. Hoy uno puede opinar desde la momentánea reclusión en un sanitario.

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Con el mismo pensamiento de Cebrián, en un artículo publicado en El País, de España, el ministro Josep Borrell ratifica que “la información es el combustible de la democracia”. Y añade: “El conocimiento de la realidad es lo que permite a los lectores formar opinión sobre la acción de los gobiernos y las alternativas (…) Hoy recibimos un flujo permanente de información, pero con mucha desinformación”. Y concluye contundente: “En la era digital, la veracidad es la primera víctima”.

Con la desinformación, la democracia empieza a estornudar. Se corre el peligro de conformar un rebaño electrónico, fácilmente adoctrinable mediante la “anestetización ideológica” (Chomsky y Dieterich, 1999).

Al fin y al cabo, los seres humanos también somos “animales pirateables” (Borrell citando a Harari).

MANIQUEÍSMO SIN TÉRMINOS MEDIOS

Un alto porcentaje de los navegantes de las autopistas de la información y la comunicación, ante la primera opinión contraria a sus creencias, entran en estado de cólera. Su cerrada concepción maniqueísta de la realidad les impide discutir calmadamente. Se resisten al diálogo. Se niegan a razonar. Son dueños de la “verdad” sin términos medios. Así van alineándose los zurdos y los fascistas. La derecha criminal y la zurda ídem. La derecha creadora de miserias y la izquierda repartidora de pobrezas. Se rechazan los indicadores económicos sin siquiera leerlos. Menos, interpretarlos. Se condenan las movilizaciones sin analizar las causas. Se emiten juicios que atentan contra el sentido común.

En nuestro país los militantes de las redes se preocupan más por la destitución-renuncia de Evo Morales o la libertad de Lula que por la gestión de Mario Abdo o la baja calidad de la representación en nuestro Congreso, donde las excepciones justifican su definición. Claro, aquí la cuestión ya no es tan simple. No es lo mismo recibir materiales enlatados y reproducirlos que generar tus propias ideas. Ser serios implica trabajo, investigación y capacidad analítica.

Los detractores de Lula levantan las marchas en su contra, pero se olvidan de las manifestaciones a favor. Los defensores hacen exactamente lo contrario, pero con idéntico propósito. Lo mismo pasó en Bolivia. En Chile

pretendieron deslegitimar la lucha de todo un pueblo, reconocida como justa por su propio presidente.

La visión sesgada por el fanatismo distorsiona la totalidad de los hechos. La deshonestidad intelectual manipula groseramente los acontecimientos. El agravio suple a los argumentos. Es la máxima manifestación de la incapacidad de debatir con razón, ingenio y creatividad.

Es la más grotesca degradación de la libertad de expresión.

La inteligencia es sepultada por la diatriba y la denotación. Y por las noticias deliberadamente falseadas.

LA PÉRDIDA DEL RESPETO

Desde la clandestinidad de un perfil falso se atenta contra honras y reputaciones. La difamación es el arma preferida de quienes, desde el anonimato, lanzan piedras a discreción. Algunos agreden perfectamente identificados. Se escudan en la libertad de expresión. Olvidan que la libertad conlleva responsabilidades. Pero, en medio de esas montañas de datos y la celeridad con que se transmiten, todo pierde vigencia en cuestión de minutos. Así quedan impunes la falsedad, la manipulación y la calumnia.

En las redes, la esfera privada ha desaparecido. “Hay una exposición pornográfica de la intimidad”, asegura Byung-Chul Han en su libro “El enjambre”. La comunicación anónima –la digital– añade, destruye masivamente el respeto. Y es responsable de la creciente cultura de la indiscreción.

Las redes, al igual que la globalización, se instalaron para quedarse. Hay que buscar alternativas para contrarrestar sus impactos negativos. Las noticias falsas, por un lado, y el afán de uniformar el pensamiento, por el otro.

Las redes, además, han contribuido para que se visibilice el periodista oculto que cada uno tenemos. Ya no existen consumidores pasivos de las informaciones. Todos somos emisor y receptor al mismo tiempo.

En ese doble juego, lo primero a rescatar es el compromiso con la veracidad. A diferencia de los medios tradicionales, en los que uno tiene tiempo para reflexionar antes de escribir y engañar es una elección, en el enjambre digital se actúa por impulso. Sin filtros ni intermediarios. La razón se obnubila por la ira. Y la mentira es su herramienta más letal. Casi siempre.

A pesar de sus efectos premeditadamente nocivos, parafraseando al apóstol Pablo, hoy ya no podemos vivir fuera de las redes, pero no hay que vivir en ellas. Y si somos capaces de sobrevivir a las falsas noticias, a los agravios anónimos y a los panfletos, podemos asegurar que es una insondable fuente de conocimiento. Previamente, debemos aprender a diferenciar los estudios creíbles, los análisis rigurosos, la buena música y la literatura del montón de basura que, paralelamente, se descargan todos los días.

Algunos han tratado de encontrar en las redes la causa primera de las grandes manifestaciones en la región. No sabemos si fueron gracias a ellas o a pesar de ellas. Desde el poder, con un batallón de navegantes alquilados se trata de narcotizar las conciencias. Y porque el enjambre, a diferencia de las masas, está constituido por “individuos aislados, sin alma y sin espíritu” (Chul Han, 2014). Lo que sí está claro es que cuando la indignación necesita cauces para expresarse, y el malestar agita el enjambre, el pueblo gana las calles y vuelve a encontrar su alma, su espíritu y su causa.

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